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...La siguiente parada tuvo lugar varios kilómetros más adelante, en una rampa situada tras una curva muy cerrada.
La sensación de pánico volvió a
acentuarse ante la evidencia de que nuevas criaturas continuarían ocupando las
vacantes del autobús. Y resultaba duro enfrentarse a las espantosas mutilaciones
que desfilarían ante sus ojos. No obstante, este temor no mitigó la curiosidad
que despertaba en ellos conocer la procedencia de aquellos seres. Se levantaron
y se asomaron por los cristales del costado del vehículo que daba al barranco.
La incredulidad les hizo abrir unos ojos como platos.
La estampa que se ofreció ante ellos
fue impactante. A su mente aturdida acudió un recuerdo brumoso, que parecía
flotar sobre la espeluznante escena que se desarrollaba ante sus ojos. Se
trataba de la noticia que ocupara los telediarios de todas las televisiones
durante más de una semana un par de años atrás. Un autobús lleno de turistas
había sufrido un accidente cuando hacía una excursión al Santuario de San
Adrián.
El resultado del fatal suceso fue demoledor. Alrededor de cuarenta víctimas cubrieron de muerte la ladera de la montaña, ahogando con el manto negro del dolor los destellos de vocación y esperanza que despertaba el Santo en sus receptivos corazones.
El resultado del fatal suceso fue demoledor. Alrededor de cuarenta víctimas cubrieron de muerte la ladera de la montaña, ahogando con el manto negro del dolor los destellos de vocación y esperanza que despertaba el Santo en sus receptivos corazones.
Ya estaban llegando a la puerta del
autobús las primeras víctimas ensangrentadas. Debajo de la carretera,
desperdigados por un espacio bastante amplio, surgían de la nada nuevos seres,
que se incorporaban con movimientos torpes, como esforzados, y ascendían por la
ladera con lentitud. Sus pasos iban condicionados por las lesiones que
padecían. Las mil caras de un accidente se reflejaban en aquel caminar
bamboleante, en aquel desfile de cuerpos lastimados mucho más allá de toda
esperanza de vida. La aterradora tropa de difuntos, guiados por alguna fuerza
infernal, avanzaba con decisión hacia un autobús que parecía haberse convertido
en su última y más ansiada meta.
Ellos retrocedieron hasta sus asientos
a medida que los primeros cadáveres ascendían los peldaños que daban acceso al
vehículo. Y allí quedaron, suspendidos en la llana irrealidad de la fantasmal
aparición, contemplando el lento discurrir de las figuras indiferentes que
pasaban ante ellos. No vieron en sus ojos dolor ni miedo, tampoco, ansiedad o
esperanza. Solo había vacío. El horrible vacío que deja la vida cuando se
marcha.
Los asientos fueron ocupados de forma
inexorable, casi podría decirse que con disciplina militar. Todos y cada uno de
ellos cargaron con su parte de muerte, de infortunio, como si fueran las piezas
de un macabro rompecabezas.
Cuando la puerta se cerró, no quedaba
ningún asiento libre. Incluso la fila de atrás, con ellos en un extremo, había
sido completada.
Volutas de humo se esparcieron en el
aire cuando el vehículo reinició la marcha.
No había palabras, ni miradas, tampoco
risas en su interior. Solo silencio. Un silencio repleto de sugerencias y malos
presagios. Solo un silencio demencial como inseparable compañero de viaje.
La cercanía de aquellas presencias
mudas y lastimadas terminó por resultar muy opresiva, con su olor a sangre y a
muerte. Sin embargo, pese a verlas tan distintas a ellos mismos, no dejaban de
percibir cierto nexo con ellas. Si la situación era horrible en sí misma, esta
percepción la elevaba al rango de verdadera tragedia...
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