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...Ambos se asomaron al pasillo que
recorría la planta a lo largo. Una iluminación discreta, que no interfería en
el descanso de los enfermos, permitía a los ocupantes del hospital caminar con
libertad. También facilitaba la visión de cuantas personas y objetos había en
él.
Y no puede decirse que fuera un alivio
para Israel poder ver con claridad a la gente que deambulaba por el corredor.
En primer término, recostado en un asiento de cuatro plazas, vio un hombre que
parecía dormitar, desmadejado y ajeno al escaso bullicio existente a esas horas
de la noche. Iba ataviado con el uniforme propio del hospital. Estaba de
espaldas, por lo que Israel no podía determinar el estado físico de su rostro,
aunque no se le pasó por alto que mostraba un ligero aplastamiento en el
cráneo, en la zona del cogote, por donde aparecía una especie de grumo blanco
que le puso los pelos de punta. Miró a “su compañero”, como buscando una explicación,
si la había, del estado de aquella presencia muda que yacía en la penumbra, y
este se encargó de la correspondiente aclaración.
—Ese hombre murió de un golpe en la
cabeza que se produjo aquí, en el hospital.
—¿Qué me está usted contando?
—Una tarde vino acompañando a su
esposa, que había cogido la gripe y fue ingresada con el fin de hacerle unas
pruebas porque padecía del pulmón. Estando aquí, aquella noche él sufrió un
desvanecimiento, pero por lo visto el personal de guardia “estaba demasiado
atareado” y tardó una eternidad en atenderlo como la situación requería.
Mientras esperaba esa atención que tanto se retrasaba, le dio otro mareo. Al
caer, se golpeó la cabeza con el soporte de un asiento, y cuando llegaron los
médicos ya era tarde. Ya era portador nocturno de las vergüenzas del hospital.
Igual que lo soy yo.
Israel tenía una vaga intuición acerca
del significado de las palabras del horrendo ser que se empeñaba en servirle de
guía aquella noche, pero no se atrevía a tenerlas ni en la más mínima
consideración, porque ello indicaba que estaba penetrando en un mundo demencial
que, aun sintiéndose limitado de facultades tras la operación y la escasa
oportunidad de descansar que había tenido, algo en su interior rechazaba de
plano. Quizá fuera el sentido común, aliado con el miedo irracional que le
producía el intruso y las increíbles historias que comenzaba a contarle.
—No entiendo lo que trata de decirme.
—No te preocupes, que acabarás
teniéndolo todo muy claro. Ahora, sígueme —dijo el otro saliendo al pasillo, y
comenzó a caminar con aquella lentitud característica que presidía sus movimientos,
como si en verdad le costara un gran esfuerzo cada paso que daba.
Titubeante, aunque picado por la
curiosidad, Israel echó a caminar detrás de él.
De frente venía una mujer, también
vestida con el camisón habitual. Entre sus brazos yacía un bebé envuelto en una
pequeña manta que apenas dejaba ver su cara. La madre tenía parte del rostro
velado por una película de sangre seca y un ojo cerrado a una profundidad que
evidenciaba la falta del globo ocular. Aparte de esto, Israel pudo ver que por
la zona de la entrepierna se extendía una gran mancha oscura. Todo parecía
indicar que se había desangrado.
La mujer pasó por su lado, con aquel
caminar pausado, renqueante. No los miró. Tampoco su desconocido compañero de
paseo hizo algún gesto de acercarse a ella o saludarla. Pero sí se ocupó de
relatarle los acontecimientos que propiciaron que estuviera en aquellas
condiciones.
—Vino un día al hospital, con los
dolores del parto, y tras una paupérrima exploración, el listo del ginecólogo
determinó que aún estaba lejos la hora del alumbramiento. Y la mandó a casa.
Aquella tarde rompió aguas, y su marido, asustado al ver que nacía el niño, se
puso nervioso al volante mientras hacía de nuevo el trayecto hacia aquí. Y
sufrieron un accidente. Ella y el bebé, que ya empezaba a asomar la cabeza,
murieron en el acto. Otra gentileza de la eficiencia del personal hospitalario...
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