sábado, 23 de julio de 2016

LA PIEDRA DEL MIEDO

imagen vía: pinterest.com
            Cuenta la leyenda que en un pueblo de la Sierra de Alcaraz existe un lugar que se denomina La Piedra del Miedo.
            Debo reconocer que la fuente de donde procede mi información quizá no sea muy fidedigna. Pero todos sabemos lo que ocurre con las leyendas, que se van alterando con el tiempo y, sobre todo, con el boca a boca, que las distorsiona a medida que cada cual les aporta matices de su propia cosecha y, al final, el resultado difiere, y mucho, de la historia inicial.
            No hay que olvidar que a veces un simple chisme, a fuerza de repetirlo acaba por convertirse en realidad, y con el paso del tiempo, en leyenda. Somos así de especiales.
            Con esto quiero decir que los que conozcan la historia quizá encuentren puntos muy distintos a la idea que tienen de ella. De ser así, desde aquí les invito a que nos cuenten su versión, porque, sea cual sea la realidad, no tiene desperdicio.
            Al parecer, La Piedra del Miedo se encuentra en un paraje próximo al pueblo, junto a un camino por donde antiguamente las gentes del campo pasaban para ir a atender sus tierras o sus ganados.
            La historia data de los tiempos en que aún no se conocían los vehículos a motor, de modo que las personas iban a pie, o montadas en bestias de carga, o en carromatos antiguos. Es decir: que su paso era lento y permitía un pleno contacto con las sensaciones que la profundidad de la noche, tras un día agotador, podía transmitirles. Sobre todo en una época en que la gente no estaba tan instruida como ahora y era más vulnerable a los embrujos de la noche.

            Poco después de anochecer, un joven que venía de apacentar su ganado pasó caminando junto a La Piedra del Miedo, una roca escabrosa, dentada, que parecía un monstruo agazapado entre las sombras nocturnas.
Comenzaba a dejarla atrás, cuando un ruido extraño llegó a sus oídos. Era una mezcla horrorosa de pasos y murmullos, como si alguien o algo le siguiera, murmurando a sus espaldas.
            El muchacho, que había sido advertido sobre las cosas raras que pasaban en el lugar, se detuvo algo asustado y echó un vistazo hacia atrás. No vio a nadie. Solo las sombras profundas de la noche que le sumían en una soledad opresiva.
            Se volvió de nuevo y echó a caminar hacia el pueblo, ahora apretando el paso. Enseguida, los ruidos y cuchicheos saltaron sobre él, asediándole, mientras sentía que el miedo se aposentaba en su interior a su libre albedrío.
            El corazón empezó a retumbarle en el pecho mientras la desenfrenada algarabía le rodeaba. Algo parecido a un ente maldito que reivindicara su derecho sobre el lugar, como si deseara expulsarle de sus dominios.
            El joven tropezó y cayó. Y, como por ensalmo, el ruido desapareció. Mientras se levantaba, miró a su alrededor. Nada. Solo una oscuridad tediosa que casi se podía palpar. Pese al silencio, algo en su entorno parecía oprimirle el pecho, algo siniestro que le excluía, que no le quería allí.
            A lo lejos, las primeras reminiscencias de una iluminación deficiente señalaban con desesperante timidez la ubicación del pueblo.
            Un suspiro de alivio brotó de la garganta del joven. Y partió a toda prisa hacia su casa.  
            Los ruidos volvieron a arremeter. Una mezcolanza de suspiros, sollozos, carcajadas histéricas, gritos desgarrados, pasos atropellados... conformaban una barahúnda infernal.
            Cuanto más corría el joven, más cerca y más fuerte oía los ruidos. Cuando aminoraba la marcha, aumentaba aquella opresión que apenas le permitía respirar.
            Al fin, al borde mismo del desmayo, vislumbró la puerta de su casa. Un último esfuerzo, un último aliento y agarró la aldaba que le permitía buscar la protección del hogar.
            —¿Qué te pasa, hijo mío? —le preguntó su madre, asustada, al verle entrar con aquellos sofocos.
            —¡Me persiguen madre, me persiguen!
            —¿Cómo que te persiguen? ¿Quién?
            El joven no dijo nada. Entró directo a su dormitorio y se arrojó sobre la cama, con las manos apretadas contra el pecho.
            Asustada y confusa, la madre se asomó a la puerta de la calle. No vio a nadie, ni el más leve indicio que confirmara los temores de su hijo.
            —En la puerta no se ve a nadie —murmuró entrando en el dormitorio del muchacho—. ¿Quién te per...?
            Su voz se quebró al ver la postura de su hijo. Se acercó a él, con el corazón saltándole en el pecho.
            Emitió un grito desgarrado.
            El joven estaba muerto. Había fallecido de un infarto.



            

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