vía: elmundofil |
...Una noche oí pasos por el corredor.
Yo estaba despierto en aquel instante, porque echaba de menos a mamá y me
costaba conciliar el sueño. Me pareció un poco extraño, en verdad, pero no tuve
demasiado miedo. No pensé mucho en ello y pronto me quedé dormido.
Pero los paseos nocturnos por el
pasillo volvieron a repetirse, incluso acabaron convertidos en una auténtica
rutina.
Y yo comencé a inquietarme. Bueno, a
decir verdad, estaba muy alarmado. Puede que me defina mejor si digo que estaba
muy asustado. ¿Y qué? ¿Hay algo de raro en que un niño de cuatro años se cague
de miedo si oye pasos por el corredor? ¡Dios, cuánto miedo tenía! Imaginaba que
de un momento a otro vería girar la manivela, y en el umbral de la puerta
aparecería el monstruo del castillo o el lobo feroz. Lo vería a pesar de ser de
noche, porque la persiana no ajustaba bien y a través de las rendijas penetraba
una leve luminiscencia procedente de las farolas de la calle. Y cuando pasaba
algún coche y sus faros iluminaban la ventana, aparecían en la pared de
enfrente, incluso en la puerta misma, una serie de franjas paralelas, radiantes
de luz, que se movían según la trayectoria que siguiera el vehículo.
Pues bien, cada vez que esto ocurría,
me tapaba la cabeza con las sábanas ante el temor de que esa serie de destellos
solo sirviera para revelar la presencia del monstruo agazapado en la pared. Más
tarde, cuando el coche dejaba de oírse, todavía continuaba escondido durante un
rato, temiendo que la horrible bestia se hubiera escondido debajo de la cama. A
veces, incluso, podía oír sus intentos de girar el somier con el fin de hacerme
caer en sus garras.
No sé qué más podría añadir para hacer
comprender el pánico que me provocaban aquellas misteriosas correrías
nocturnas. Aunque creo que es suficiente con pensar en lo fácil que resulta
estimular la mente infantil para hacerse una idea bastante exacta de lo que yo
sufría.
Por aquellos días, la abuela estaba un
poco extraña. Más bien se diría que seria. Noté que era por su hijo, mi padre.
Apenas si le dirigía la palabra cuando nos sentábamos a la mesa a cenar. Antes,
nunca paraba de hablar: “Bla, bla, bla, bla…”, pero ahora se había vuelto
arisca y muy reservada.
Yo era demasiado pequeño para
comprender esas cosas, pero notaba que mi padre estaba un poco… ¿confundido,
quizá?...
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