Imagen vía: http://29.media.tumblr.com |
Por lo que puedo recordar, sería el
momento de los postres cuando escuchamos unos golpes en los cristales de la
ventana.
—¡Dios mío, es ella! —dijo mi
madre apenas en un susurro.
Les miré uno por uno y vi sus rostros
blancos como la nieve.
—Están llamando, madre —dije,
asombrado por sus reacciones—. ¿Qué es lo que está pasando?
—Es ella —la voz de mi padre,
casi inaudible, siseó en el aire como si fuera premonitoria de la peor de las
calamidades.
Confundido por aquel extraño
comportamiento, me levanté y fui hacia la ventana.
—¡Por lo que más quieras, Pedro,
vuélvete! ¿No nos has oído? ¡Es ella!
—¡Estáis todos locos de remate!
Dispuesto a no perder más tiempo con
lo que a mí se me antojaba casi un juego de niños, corrí el visillo de la
ventana. La estampa que vi inundó mi mente de una abominable comprensión. De no
haberla visto frente a mí, jamás lo hubiera creído. ¡Ella estaba allí!,
haciendo frente al frío glacial de aquella noche de perros, como nacida de esas
horrendas historias que se cuentan al calor del hogar en las largas noches de
invierno. Un chal negro colgaba de su cabeza, medio ocultando sus rasgos
aniñados, un delantal del mismo color, raído por el uso, y una bata oscura, más
antigua que la misma aldea, constituían el resto del atuendo que yo alcanzaba a
ver desde el interior de la casa. No me costó ningún esfuerzo imaginarla con
unas enaguas blancas, rematadas por una puntilla fina y descolorida.
—Corre el visillo, Pedro, y vuelve a
la mesa —decía mi madre. Y su voz me llegaba lejana y casi irreal.
Durante unos segundos, observé los
ojos negros e implorantes de Claudia, sintiendo como un viento frío que me recorría
la espalda. No vi calor en ellos, ni en aquella trágica mirada suya imposible
de confundir, como imposible de entender me resultaba descubrir aquel trasfondo
de indiferencia que apreciaba en sus pupilas, y que no mitigaba en absoluto la
presencia de las sensaciones ya mencionadas. Me quedé clavado mirando sus ojos,
sintiendo que el escalofrío mortal que me recorría la espalda se extendía al
resto de mi cuerpo.
Sus labios pronunciaron unas palabras
que yo no alcanzaba oír.
—Madre —atiné con torpeza a balbucear,
volviendo la cabeza hacia ella—, me está… hablando. ¿No decíais que había
muerto?
—¿Has visto a Manuela? —era la voz de
mi madre.
—¿Qué dices?
—Te está preguntando si has visto a
Manuela.
—¿Cómo lo sabes tú, si no la oyes?
—No cesa de repetirlo desde hace dos
semanas. Cada día, al anochecer, aparece en el pueblo. Nadie sabe de dónde sale.
Durante toda la noche recorre la aldea de casa en casa, tocando a los cristales
de las ventanas y preguntando por su hija. A esas horas no hay nadie que se
atreva a salir a la puerta de la calle. Pero has de saber, hijo mío, que ella
falleció el verano pasado. Yo misma asistí a su entierro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario