jueves, 5 de mayo de 2016

La Carretera Infernal

(Imagen vía: www.hastalosjuegos.es)
El poderoso tráiler avanzaba a buena velocidad por la Carretera Nacional 526 en dirección a Orbide. Su rutilante silueta se recortaba con nitidez frente a un cielo vespertino. Un cielo salpicado por infinidad de nubecillas blancas, como copos de algodón deshilachado, adornadas por finos encajes dorados. Parecían flotar en un mar multicolor, donde se sucedían todas las tonalidades del violeta. 

El sol era una media naranja en el confín del horizonte. Parecía aferrarse a un último soplo de vida mientras luchaba contra las garras de la noche, ignorante, tal vez, de que transcurridas unas horas volvería de nuevo a ser dueño y señor del mundo. Pero ahora, en cambio, mientras luchaba con ferocidad por eludir la humillación a la que se veía abocado sin remedio, lanzaba sus últimos y lastimeros rayos, que arrancaban destellos de oro y plata de las lunas y los perfiles cromados.  Detrás de la cabina, una cisterna enorme de acero inoxidable, repleta con veinticinco toneladas de combustible, refulgía como una hoguera incandescente.  

Estaba subiendo las primeras rampas de una sierra por la que transcurriría su viaje durante muchos kilómetros. Su porte era majestuoso, señorial. Quinientos caballos de potencia conferían a la máquina capacidad más que suficiente para reinar sobre el asfalto. En cada adelantamiento, en cada frenada, en cada pendiente, en cada maniobra su comportamiento era intachable. No en vano era quizá el vehículo más moderno, más potente y mejor equipado que había en el mercado. 

Dentro de la cabina, David rebullía de gozo en su asiento. El acompasado sonido del motor, semejante a un suave ronroneo, sonaba a música para él. En verdad le costaba creer que a sus veintitrés años de edad hubieran puesto en sus manos aquel asombroso vehículo, auténtica joya de la ingeniería moderna. 

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