vía: Youtube.com |
La puerta del dormitorio comenzó a
abrirse con un crujido prolongado que se extendió con osadía por todos los
rincones de la habitación, del mismo modo en que se abren las puertas de las
películas de horror.
Eva sintió una punzada de miedo antes
de abrir los ojos. Desde que tres días antes llegara a casa de su padre,
percibía algo que no le gustaba. Era el entorno, que ella en cierto modo notaba
hostil, como si le trajera malos recuerdos, o malos presagios, o alguna otra
emoción que no acababa de identificar.
Pero no era este el momento de abordar
un tema tan delicado como las sensaciones que le causaba la casa o sus
alrededores. La puerta de su habitación se abría. Qué bueno sería que su hija
Cristina, que dormía en la habitación de al lado, acabara de sufrir una
pesadilla y viniera corriendo a refugiarse en sus brazos. Pero sabía que no era
eso lo que ocurría. Cristina la habría llamado. Incluso el sonido de sus pasos
atropellados la precedería.
La puerta ejerció sobre ella un
poderoso magnetismo, y hacia allí dirigió la vista. En el umbral había una
persona, una niña. Era menuda, de una estatura equivalente a la de su hija. Dos
coletas enmarañadas le caían a los lados de la cabeza, el resto del pelo
también estaba enredado y apelmazado y totalmente empapado, se veía cubierto de
algo que podía tomarse por algas. Llevaba un vestido estampado, muy corto,
sujeto a la cintura por un ancho cinturón de tela. También estaba chorreando.
Tenía los ojos cerrados y el rostro demacrado, con la piel formando pliegues,
como si hubiera estado mucho tiempo en remojo.
Algo así como un escalofrío recorrió
la espalda de Eva, que miraba incrédula cómo la espantosa figura comenzaba a
avanzar por el interior del cuarto en dirección a ella. Su paso era lento,
premeditado, como si se recreara en el temor que inspiraba. Los labios se
abrían y cerraban, formando unas palabras que no emitían sonido alguno,
mientras el rostro se contraía en una máscara de rencor, como si todo el odio
del mundo estuviera concentrado en aquella cara, cuyos rasgos adquirían más
relevancia a medida que se aproximaba. Un olor nauseabundo inundaba la estancia
con cada segundo que pasaba.
Eva intentó retirarse hacia atrás,
pero algo se lo impedía. No algo físico, como una mano impasible apoyada en su
espalada, sino algo menos tangible aunque más presente: su propio miedo que la
tenía paralizada. Acabó encogiéndose sobre sí misma.
La niña se detuvo cuando llegó junto a
la cama. Ambas caras parecieron estudiarse; algo difícil por una parte puesto
que la recién llegada continuaba con los ojos cerrados. Eva, sumida en un
paroxismo de terror puro, contempló aquel rostro surcado por profundas arrugas
y de color céreo, medio embarrado, que rezumaba agua y putrefacción por los
cuatro costados.
Al borde mismo del desmayo, cuando
notaba que las fuerzas la abandonaban, observó que la criatura movía los
párpados, con pesadez, como si le costara despegarlos. Eva se apretó más, si
tal cosa era posible, haciéndose un ovillo. Intentó girar la cabeza para
evitarse el mal trago de ver a su “invitada” en todo su esplendor, pero no le
dio tiempo. Los ojos se abrieron de súbito, y Eva contempló con espanto que
tras los párpados no había nada. Dos cuencas vacías, negras como pozos,
insondables...
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