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—Discúlpame, cariño, si no te he
tratado con toda la delicadeza que mereces, pero es que a veces los deseos se
vuelven incontrolables.
Julián se situó frente a la ventana
que daba al espacioso jardín. Se veía muy abandonado, pero a él le daba igual.
Casi podría decirse que le gustaba más así: lleno de hierbajos y arbustos sin
podar; la Naturaleza en estado puro. Incluso se veían flores de aspecto
delicado y bellos colores que no habrían estado ahí de haberse cuidado como
Dios manda. Ahora, bajo aquella fina llovizna y el cielo plomizo, tenía un
aspecto espectacular. Parecía que estuviera en plena selva, sin cortes
milimétricos, sin espacios bien delimitados, sin que cada planta ocupara su
sitio exacto, como nos gusta a los humanos, como si nuestra creación superara a
la que ha perdurado durante millones de años y que nosotros nos empeñamos en
destruir día tras día.
—No
sabes cuánto he ansiado este momento. El momento en que estuvieras conmigo, ahí
sentada, disfrutando como yo de este día maravilloso —continuaba diciendo de
espaldas a ella, contemplando la lluvia serena que caía sin cesar—. Me hizo
mucho daño que te enamoraras de Roberto, tengo que reconocerlo. Y que hicieras
planes de boda con él. Eso terminó casi por anular mis últimas esperanzas.
Calló
durante unos segundos, como si esperara que ella asimilara sus palabras.
—Pero
¿sabes una cosa?: más me dolió cuando te abandonó al pie del altar. Se podría
pensar que debería haberme alegrado por este hecho tan cobarde que protagonizó
el muy..., me callaré, porque no quiero decir lo que siento; no desearía herir
tu sensibilidad. De nuevo volvías a estar libre y, destrozada y humillada por
esta... canallada, me resultaría factible reavivar mis esperanzas, que no mi
amor, porque este continuaba intacto. Pero a pesar de eso no me alegré. Me
sentí triste. Porque te vi sufrir. Y te diré algo: por encima de todo quiero
verte feliz, aunque sea en los brazos de otro.
Un
nuevo silencio, solo roto por el goteo de un viejo canalón que salpicaba el alféizar
de la ventana.
—Debo
decirte que no soy ningún masoquista —prosiguió Julián—, pero es la verdad. Mi
amor por ti es tan sincero, tan profundo, que no pienso en otra cosa que en
verte dichosa; esa, necesariamente, es la llave que abre la puerta de mi
felicidad. Como es natural, mi deseo más ferviente siempre ha sido que esa
dicha que anhelo para ti la alcanzaras a mi lado. Por eso, cuando te vi tan
perdida, tan desamparada, sentí la imperiosa necesidad de tenerte. En el fondo
quería demostrarte que todo en esta vida no es sufrimiento, sino que a veces
tenemos la fortuna de que alguien se preocupa por nosotros. Todo lo he hecho
por ti. Porque te amo, y deseaba darte una nueva oportunidad.
Se
volvió y cogió la copa que tenía sobre la mesa. Bebió la mitad de un solo trago.
Y avanzó hacia ella, sonriente, con la sensación propia del que ha conseguido
todo en la vida. Se sentó a su lado. Y la
miró con los ojos extasiados.
—Jamás
en mi vida habría imaginado este momento: tú y yo, juntos por siempre. Aunque
tengo que reconocer que me ha costado lo mío traerte a casa. Pero ha valido la
pena.
Con
sumo cuidado, como quien limpia de impurezas el rostro de un bebé, retiró de su
vestido de novia la tierra que se le había pegado al sacarla de la sepultura
donde fue enterrada tras suicidarse por el plantón de su novio frente al altar.
Julián
apuró su copa y dejó que el veneno penetrara lentamente en su organismo. Luego
se dedicó a contemplarla. No le importaban su manos esqueléticas, donde las
uñas adquirían un protagonismo muy especial, ni ver su rostro consumido, con la
piel cuarteada como cuero seco puesto al sol, o aquellos dientes que se veían
enormes en una boca sin labios. Tampoco su color sucio, ceniciento. O aquellos
ojos, cuyas cuencas vacías se veían negras como la pez. Ni aquel enredado mechón de cabello, desprendido de su
cabeza, que reposaba ahora sobre el regazo. Solo le importaba que estuviera
allí con él, alcanzar juntos la eternidad, sentirla a su lado justo en su
último aliento de vida.
—¡No
sabes cuánto te amo! —murmuró en un doloroso arrebato de sinceridad.
Y
se aferró con fuerza a aquella boca podrida, que parecía sonreírle, en un beso
gozoso, que respondía a su última voluntad, porque en ese momento, en esa
posición, sus manos se crisparon y la copa se hizo añicos entre sus dedos.
El
sonido de los cristales al caer fue lo último que se escuchó en la habitación.
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