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...La verdad es que estaba cansado,
desvelado y solo. Aquel sentimiento de amistad que horas antes hubiera jurado
que me unía a Damián se perdía entre la masa gelatinosa en que se habían
convertido mis pensamientos en mi mente fatigada. Ya no veía a Damián como un
amigo íntimo, y mi presencia allí dejó de revelárseme como un acto de
generosidad, para convertirse en la fanfarronada propia de quien pretende hacer
valer su condición de hombre indispensable en situaciones delicadas, haciéndose
cargo de las circunstancias como si nadie más pudiera hacerlo.
La voz de Sandra cortó estos
desvaríos.
—¡Mamá! ¡Mamá! —sus palabras llegaron
nítidas, retumbando en el silencio apacible de la casa.
Mientras me recuperaba del sobresalto,
volví a oírla.
—¡Mamá! ¿Dónde estás, mamá?
Percibí en el tono de su voz un
profundo deje de tristeza. Y casi al instante comenzó a llorar.
—¡Mamá! ¡Mamá!
Aunque en esos momentos no pensé en
ello, más tarde me resultaría sorprendente que María no despertase con los
gritos de la niña. Al día siguiente me confesaría, con un asomo de
culpabilidad, que había tomado tranquilizantes para relajarse y poder
descansar. No la culpé por eso, ya que, por lo que pasó a continuación, fue lo
mejor que pudo hacer.
Fui a levantarme para atender la
llamada de Sandra, cuando una voz cavernosa sonó con fuerza en la misma
habitación donde yo estaba.
—Ya voy, Sandra. ¡No llores!
Quedé aturdido durante unos instantes,
sin comprender lo que ocurría en realidad, sin poder ni querer aceptar la única
respuesta que la lógica me ofrecía. Si estábamos dos personas en el interior de
la alcoba, y yo guardaba silencio…
—¡Mamá! —gritó Sandra de nuevo, y su
voz y su llanto se hicieron casi estridentes.
Las reminiscencias de las palabras que
había escuchado momentos antes volvieron a mi mente, cargadas de una
premonición que me oprimió el alma. Los segundos siguientes me confirmaron que
mis temores no eran infundados. Oí un sonido como de algo que se desliza, ¡procedente
del ataúd! Miré con aprensión en esa dirección, y la aprensión se convirtió en
horror en estado puro cuando vi las manos de Damián, blancas como la nieve,
aferrándose a los bordes del féretro.
Medio hipnotizado, me agarré con
fuerza a los brazos del sillón y me apoyé contra el respaldo, con el gesto
reflejo de quien prevé la inminencia de un accidente viajando a bordo de un
automóvil.
El sonido persistía. Ahora había
derivado en una especie de murmullo como de astillas que se rozan. Y contemplé
atónito, presa del pánico, cómo Damián se incorporaba frente a mí en su lecho
mortuorio.
La voz y el llanto de la niña
continuaban oyéndose, llenando la casa de tristeza.
Los labios de Damián dibujaron unas
palabras, que mis oídos recogieron en aquel tono cavernoso que tanto me había
alarmado segundos antes.
—¡No llores, hija mía! Ya voy.
Y fue.
No se puede describir con palabras lo
que sentí cuando vi emerger aquella figura pavorosa y deslizarse fuera del
ataúd. Sus ciento noventa centímetros de estatura se alzaron ante mí como una
aterradora figura surgida del averno, ocupando todo el espacio, como si no
hubiera otra cosa en la habitación que no fuera aquel maldito engendro.
Su cara cérea, demacrada, con sus
grandes cejas blancas, contrastaba con la luz saludable que entraba por la
ventana.
Caminó ante mí con pasos torpes, desmañados,
con pasos de muerto. Las manos caían flácidas a lo largo del cuerpo. De un
cuerpo marchito que en absoluto llenaba el traje de boda.
No recuerdo si hice algún intento por
levantarme y salir corriendo, pero lo que sí puedo asegurar es que no llegué a
realizar movimiento alguno. El miedo que sentía era tan grande que anulaba por
completo mi voluntad.
Oí unos pasos atropellados por el
pasillo, y la voz de Sandra, ahora más cerca...
Por favor,no deje usted de escribir
ResponderEliminarMuchas gracias por su interés. Seguiré escribiendo mientras haya gente dispuesta a leerme. Un abrazo.
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