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—Vamos a llegar muy tarde —se quejaba
Leandro.
—No seas agonías —dijo Ismael mientras
le miraba divertido—. Vamos a la fiesta de cumpleaños de un niño, ¿qué más dará
que lleguemos una rato antes que después? Cuando inflemos las gomas y los críos
den cuatro saltos, todo estará tranquilo. Ya lo verás.
—Pero
así no son las cosas. Estamos empezando, y si ya en los primeros trabajos nos retrasamos,
vamos a coger mala fama. Y ese es mal asunto con la crisis que atravesamos.
—Si
no te quito la razón, pero cómo voy a correr más con la niebla que hay. Además,
este camión es inmenso, y ya ves la carretera que llevamos, que apenas cabemos
por ella.
—Si
hubiéramos salido antes…
Ismael
le miró y le dio a la cabeza. En ese instante, oyó la voz desesperada de Leandro.
—¡Frena!
¡Por Dios, frena, que te lo llevas por delante!
Ismael
giró la cabeza a tiempo de ver al sujeto delante del parabrisas. Pisó con fuerza
los pedales del freno y del embrague. Pero la figura desapareció por debajo del
frente del camión.
El
conductor desplegó toda su habilidad en evitar que el vehículo se despeñara,
pues chirriaba circulando en eses de lado a lado de la calzada, hasta que se
detuvo en seco con un gruñido.
Los
dos ocupantes se miraron uno al otro, con la desesperación pintada en el
rostro.
—Lo hemos atropellado —dijo Leandro
con un hilo de voz.
—¿De dónde ha salido? —Ismael no salía
de su asombro.
—No lo sé. Cuando me he dado cuenta,
estaba delante del camión agitando las manos. Vamos a bajarnos. Quizá esté vivo
todavía —diciendo esto, Leandro asió la manilla de la puerta.
—Espera —dijo Ismael, con aire
pensativo—. Con esta niebla no nos ha visto nadie.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Piénsalo.
Si nos detenemos y pasa alguien y nos ve, vamos a tener un problema. Pero si
nos marchamos, a ver quién es el guapo que descubre al causante del atropello.
—No
estás hablando en serio, ¿verdad?
Ismael
le miró a los ojos y movió afirmativamente la cabeza.
—Pero
puede estar vivo. Quizá podamos ayudarle —insistió Leandro.
—Hemos
pasado por encima de él. Te aseguro que no está vivo.
Ismael
pisó el acelerador y el vehículo se puso en marcha.
—¡No
me lo puedo creer!
—Confía
en mí. Es lo mejor que podemos hacer.
Durante
el resto del viaje, Ismael empleó todo tipo de argumentos para justificar su
decisión de huir del atropello. Leandro permanecía mirando al frente,
reflejando en el rostro los remordimientos que sentía. Cuando llegaban a su
destino, Ismael le miró muy serio.
—Ahora tenemos que permanecer
tranquilos, ¿de acuerdo? Que no sospechen que tenemos un problema. Aunque,
realmente, si los dos nos callamos, el problema no existe.
Leandro se limitó a dirigirle una
mirada envenenada.
Ismael ignoró esta mirada y condujo
los últimos metros. A la entrada de la ciudad, como le habían dicho, estaba el
ensanche donde debían montar el castillo hinchable. Una pequeña multitud,
compuesta por dos docenas de niños y unas cuantas madres, cuyo gesto de
resignación expresaba que no podían contenerlos más, les hizo el recibimiento.
Los niños gritaron eufóricos cuando
Ismael se apeó del camión y se acercó a saludar a la mujer que se adelantaba a
las demás. Sin duda, era la madre del niño que cumplía años.
—Si
tardan un poco más en venir —le dijo la mujer a modo de saludo—, tenemos que
dejar el espectáculo para la hora de la cena.
—Lo
siento, señora, es que…
—¿Qué
es esto que sale de debajo del camión? —preguntó uno de los niños.
Todos
se volvieron a mirar el líquido rojo que se deslizaba junto a una de las ruedas
delanteras. Después se inclinaron para buscar, debajo de la cabina, el origen
de lo que parecía un hilo sangre.
Las
mujeres se llevaran las manos a la boca al ver la destrozada criatura que se
veía encajada entre el eje delantero del camión.
Leandro
propinó un fuerte codazo en las costillas de su amigo Ismael.
—Conque
no se iba a enterar nadie, ¿no? ¡Maldita sea tu estampa!
Buen relato. No solo fueron irresponsables, sino descuidados, je,je,je... Saludos!
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