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...—Oye... —dijo Enrique, tan de
improviso que le asustó.
—¿Qué…? ¿Qué dices? —preguntó Daniel.
—Quiero que sepas que me caso a
finales del mes que viene. Me gustaría, si no tienes nada mejor que hacer ese
día, que vinieras a mi boda.
—Si esto es una invitación formal,
iré.
—Lo es, pero de todos modos te enviaré
una tarjeta.
—De acuerdo.
—Tú también estás invitado —añadió
Enrique, extendiendo el brazo hacia atrás y golpeando la tapa del ataúd,
mientras observaba divertido la mirada de desaprobación que le dirigía Daniel—.
Que no se te olvide. Y disculpa que no pueda mandarte a ti otra tarjeta. La
verdad es que no sabría qué dirección poner en el sobre —concluyó riendo.
—¿No crees que te estás pasando un
poco? —le reprochó Daniel.
—¿Por qué? ¿Es que él no tiene derecho
a divertirse? ¿Te imaginas la que se iba a liar si se presentara en el
banquete? ¡Esa sí que iba a ser gorda! —volvió a reír mientras giraba la cabeza
hacia atrás—. Además, si te portas bien, después de que me haya casado podrás
ir a cenar a mi casa siempre que te apetezca. ¿Entendido? Allí te esperaré.
Daniel le miró, mostrando el disgusto
que sentía por sus burlas descaradas. Recordó la expresión, casi de
satisfacción, que había “visto” en el rostro del difunto. Por un corto momento
tuvo la certeza de que las palabras de Enrique podrían haber sido escuchadas.
Después se esforzó por quitarse de la cabeza estas ideas absurdas. En un gesto
instintivo, volvió a mirar hacia atrás. Los contornos del ataúd se veían
confusos en medio de la oscuridad. Cada vez que ponía atención, creía ver
moverse la tapa y sus oídos se llenaban de un ruido horrible, como de goznes oxidados.
Enrique golpeó de nuevo la tapa del
féretro, ahora con más fuerza, y Daniel se sobresaltó, provocando las risas de
su compañero.
—Sí, hombre, te lo digo en serio. Te
espero en mi boda. No faltes.
Las palabras de Enrique sonaban
irónicas e hirientes, y Daniel volvió a reprocharle su descaro.
—Enrique, por favor…
—Tranquilo, muchacho. Te aseguro que a
este tío le va la marcha. ¿No has visto por el cristal, cuando lo hemos sacado
del tanatorio, la expresión que tenía? ¡Vamos, si juraría que se estaba riendo!
Además, tiene una pinta de ligón que no veas.
—¡Por favor, Enrique, ya está bien!
—Tan repeinado —continuó Enrique como
si no le hubiera escuchado—. Con ese afeitado perfecto. Ese traje a rayas,
impecable; sin una mota de polvo, sin una arruga. Te apuesto lo que quieras a
que tiene una mujer guapísima. Me pregunto qué va a ser ahora de ella. ¿Quién
se encargará de hacerle… compañía? ¿Podrías decirme dónde puedo encontrarla?
—golpeó otra vez el ataúd—. De todos modos, tú ya no puedes hacer nada con
ella. Y será una pena que una mujer así se desperdicie.
—¡Ya basta! ¿Quieres hacer el favor de
dejarle en paz de una vez? —bramó Daniel, mostrando su disgusto y elevando su
voz por encima de la de Enrique, del ruido del motor y de la música.
Enrique le miró, sorprendido y
divertido a la vez. Sus risas lo barrieron todo. Barrieron todo cuanto a nivel
físico se podía captar, pero dejaron a Daniel aislado. De pronto, este se dio
cuenta de que estaba a solas con el ataúd. Sintió como si entre el difunto y él
existiera una especie de vínculo, esa unión que surge entre dos personas a raíz
de sufrir los mismos problemas. No pudo evitar sentirse unido a él. En el
fondo, tanto uno como el otro, podían considerarse objeto de las estúpidas
bromas de Enrique. Y tuvo la sensación de que la tapa iba a abrirse de un momento
a otro y del interior del féretro saldría una mano helada que estrecharía la
suya, y con voz rota el difunto le diría: “Estoy contigo, compañero; gracias
por defenderme”. ¡Si eso ocurría…! ¡Si eso ocurría…!
Las risas de Enrique sonaban
estridentes, llenando todo el espacio. Histéricas, febriles, lejanas…, como una
emisora mal sintonizada...
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