sábado, 10 de diciembre de 2016

LA INVITACIÓN


imagen vía: todocoleccion,net
...—Oye... —dijo Enrique, tan de improviso que le asustó.
—¿Qué…? ¿Qué dices? —preguntó Daniel.
—Quiero que sepas que me caso a finales del mes que viene. Me gustaría, si no tienes nada mejor que hacer ese día, que vinieras a mi boda.
—Si esto es una invitación formal, iré.
—Lo es, pero de todos modos te enviaré una tarjeta.
—De acuerdo.
—Tú también estás invitado —añadió Enrique, extendiendo el brazo hacia atrás y golpeando la tapa del ataúd, mientras observaba divertido la mirada de desaprobación que le dirigía Daniel—. Que no se te olvide. Y disculpa que no pueda mandarte a ti otra tarjeta. La verdad es que no sabría qué dirección poner en el sobre —concluyó riendo.
—¿No crees que te estás pasando un poco? —le reprochó Daniel.
—¿Por qué? ¿Es que él no tiene derecho a divertirse? ¿Te imaginas la que se iba a liar si se presentara en el banquete? ¡Esa sí que iba a ser gorda! —volvió a reír mientras giraba la cabeza hacia atrás—. Además, si te portas bien, después de que me haya casado podrás ir a cenar a mi casa siempre que te apetezca. ¿Entendido? Allí te esperaré.

Daniel le miró, mostrando el disgusto que sentía por sus burlas descaradas. Recordó la expresión, casi de satisfacción, que había “visto” en el rostro del difunto. Por un corto momento tuvo la certeza de que las palabras de Enrique podrían haber sido escuchadas. Después se esforzó por quitarse de la cabeza estas ideas absurdas. En un gesto instintivo, volvió a mirar hacia atrás. Los contornos del ataúd se veían confusos en medio de la oscuridad. Cada vez que ponía atención, creía ver moverse la tapa y sus oídos se llenaban de un ruido horrible, como de goznes oxidados.
Enrique golpeó de nuevo la tapa del féretro, ahora con más fuerza, y Daniel se sobresaltó, provocando las risas de su compañero.
—Sí, hombre, te lo digo en serio. Te espero en mi boda. No faltes.
Las palabras de Enrique sonaban irónicas e hirientes, y Daniel volvió a reprocharle su descaro.
—Enrique, por favor…
—Tranquilo, muchacho. Te aseguro que a este tío le va la marcha. ¿No has visto por el cristal, cuando lo hemos sacado del tanatorio, la expresión que tenía? ¡Vamos, si juraría que se estaba riendo! Además, tiene una pinta de ligón que no veas.
—¡Por favor, Enrique, ya está bien!
—Tan repeinado —continuó Enrique como si no le hubiera escuchado—. Con ese afeitado perfecto. Ese traje a rayas, impecable; sin una mota de polvo, sin una arruga. Te apuesto lo que quieras a que tiene una mujer guapísima. Me pregunto qué va a ser ahora de ella. ¿Quién se encargará de hacerle… compañía? ¿Podrías decirme dónde puedo encontrarla? —golpeó otra vez el ataúd—. De todos modos, tú ya no puedes hacer nada con ella. Y será una pena que una mujer así se desperdicie. 
—¡Ya basta! ¿Quieres hacer el favor de dejarle en paz de una vez? —bramó Daniel, mostrando su disgusto y elevando su voz por encima de la de Enrique, del ruido del motor y de la música.
Enrique le miró, sorprendido y divertido a la vez. Sus risas lo barrieron todo. Barrieron todo cuanto a nivel físico se podía captar, pero dejaron a Daniel aislado. De pronto, este se dio cuenta de que estaba a solas con el ataúd. Sintió como si entre el difunto y él existiera una especie de vínculo, esa unión que surge entre dos personas a raíz de sufrir los mismos problemas. No pudo evitar sentirse unido a él. En el fondo, tanto uno como el otro, podían considerarse objeto de las estúpidas bromas de Enrique. Y tuvo la sensación de que la tapa iba a abrirse de un momento a otro y del interior del féretro saldría una mano helada que estrecharía la suya, y con voz rota el difunto le diría: “Estoy contigo, compañero; gracias por defenderme”. ¡Si eso ocurría…! ¡Si eso ocurría…!
Las risas de Enrique sonaban estridentes, llenando todo el espacio. Histéricas, febriles, lejanas…, como una emisora mal sintonizada...


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