—Papá —dijo David, mirando a su padre con ojos de súplica—, ¿vendrá mamá a cenar con nosotros? Tengo muchas ganas de verla.
Pedro se acercó al niño, se agachó
junto a él y le apretó con fuerza. En todo momento procuró que su hijo no viera
la angustia en sus ojos, aquellas lágrimas que brillaban como perlas en sus
pupilas.
—No creo que... que pueda, hijo mío.
No va a ser posible.
—No seas pesado —intervino Aurelia,
que en esos momentos entraba en el salón cargada de platos y cubiertos—; ya
sabes que está enferma. Cuando mejore, podrá venir a casa, pero ahora la están
cuidando en el hospital.
—Eso es. Tu hermana tiene razón. Cuando
mejore le darán el alta y vendrá con nosotros.
—Pero se va a perder los regalos de
esta noche. Yo quiero ir a verla al hospital.
—Lo siento, David, pero los médicos
han dicho...
No pudo aguantar más, y apartándose de
su hijo salió del cuarto, en un intento de que su llanto desolado no inundara
de tristeza la habitación.
—¿Por qué no me ayudáis a poner la
mesa? —inquirió Aurelia, ajena al episodio de dolor que vivía su padre.
En esos momentos, en otra parte de la
ciudad, una lápida de granito se deslizaba lentamente, dejando paso al vaho
sepulcral que encerraba. Y a algo más... La criatura se aferró al borde de la
sepultura y con movimientos lentos y pesados salió al exterior. Su silueta se
recortó confusa entre las brumas que cubrían el cementerio. Después caminó con
paso vacilante, dejando un reguero de gusanos y otros bichos que pugnaban por
devorarla.
A medida que avanzaba, sus carnes ajadas
iban recobrando la frescura, la lozanía. Y sus movimientos se hacían más
ligeros, perdiendo con cada paso ese sonido de goznes oxidados que hería la
noche.
Poco después, como caído del cielo, un
vestido estampado, sobrio y elegante cubrió su cuerpo, sustituyendo al sudario empapado
de fluidos y malos olores con que fuera enterrada. Después cayó sobre sus
hombros aquel abrigo de visón que tanto le gustaba cuando lo veía expuesto en
el escaparate.
Cuando tocó el timbre de su casa, iba
espléndida, fresca como una rosa.
—Han llamado —gritó David—. Será la
abuela. Voy a abrir.
Pedro sabía que no era la abuela; no
había invitado a nadie, ni acudido a las reuniones familiares que les
reclamaron. Quería estar a solas con sus hijos, protegerles de las escenas de
dolor que se producirían en aquella primera Nochebuena sin su mujer tras el
accidente.
—¡David, espera!
Pero David no esperó.
—¡Mamá, has venido! ¿Es que ya estás
mejor?
—¿Mamá? —gritó Aurelia, y corrió como
una loca por el pasillo para abrazar a su madre.
Pedro estaba apoyado en la mesa. Las
piernas le temblaban cuando vio a su mujer, con David en brazos y Aurelia
agarrada a su cintura, entrando en el salón. Estaba radiante. Y a Pedro casi se
le para el corazón cuando aquellos ojos claros le miraron, dibujando una
sonrisa que elevaba hasta lo sublime la belleza serena de aquel rostro
angelical.
—¿Cenamos? —preguntó María.
Pedro tardó unos minutos en responder.
Se había quedado de piedra.
Durante la cena no hubo preguntas. Los
niños estaban encantados con el regreso de su madre. Ella les sonreía
continuamente, como si tratara de convencerles de que todo estaba bien. Y Pedro...
Pedro no se creía lo que estaba viendo. No se atrevía ni a hablar, por si se
rompía el encanto y su esposa desaparecía.
Más tarde, después de jugar con los regalos de Papá Noel, los niños se acostaron, felices por el regreso de
su madre.
María echó a caminar hacia la puerta
de la calle.
—¿Ya te vas? —le preguntó su marido—.
¿No te quedas esta noche?
—Mi función ha terminado. Lo siento.
Tengo que irme.
Con los ojos llenos de lágrimas, Pedro
la vio marchar. La había tenido tan cerca, ¡tan... viva! Entró en el
dormitorio, sabiendo que el sueño le estaría vedado aquella noche.
La ventana estaba abierta. Por ella
entró el vestido estampado que tanta ilusión le hacía a María estrenar aquella
noche en casa de su madre, junto a sus hermanos y demás familia. Detrás iba el
abrigo de visón que tantos meses de ahorro a escondidas le costó a su marido
adquirir, para que fuera el complemento ideal de aquella Nochebuena en que
anunciarían la próxima llegada de su tercer hijo, que se gestaba desde hacía
unas semanas. Pero aquel maldito atropello en el paso de peatones...
Las dos prendas avanzaron solemnes. El
armario las acogió con orgullo.
Poco después, en otra parte de la
ciudad, una lápida se deslizaba suavemente, hasta colocarse en su situación
original.
Gracias, estimado Jose Garrido Villanueva, por publicar , participar, nos enorgullece tu presencia en el grupo.
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