domingo, 25 de diciembre de 2016

CENA DE NOCHEBUENA


—Papá —dijo David, mirando a su padre con ojos de súplica—, ¿vendrá mamá a cenar con nosotros? Tengo muchas ganas de verla.
Pedro se acercó al niño, se agachó junto a él y le apretó con fuerza. En todo momento procuró que su hijo no viera la angustia en sus ojos, aquellas lágrimas que brillaban como perlas en sus pupilas.
—No creo que... que pueda, hijo mío. No va a ser posible.
—No seas pesado —intervino Aurelia, que en esos momentos entraba en el salón cargada de platos y cubiertos—; ya sabes que está enferma. Cuando mejore, podrá venir a casa, pero ahora la están cuidando en el hospital.
—Eso es. Tu hermana tiene razón. Cuando mejore le darán el alta y vendrá con nosotros.
—Pero se va a perder los regalos de esta noche. Yo quiero ir a verla al hospital.
—Lo siento, David, pero los médicos han dicho...
No pudo aguantar más, y apartándose de su hijo salió del cuarto, en un intento de que su llanto desolado no inundara de tristeza la habitación.
—¿Por qué no me ayudáis a poner la mesa? —inquirió Aurelia, ajena al episodio de dolor que vivía su padre.
En esos momentos, en otra parte de la ciudad, una lápida de granito se deslizaba lentamente, dejando paso al vaho sepulcral que encerraba. Y a algo más... La criatura se aferró al borde de la sepultura y con movimientos lentos y pesados salió al exterior. Su silueta se recortó confusa entre las brumas que cubrían el cementerio. Después caminó con paso vacilante, dejando un reguero de gusanos y otros bichos que pugnaban por devorarla.
A medida que avanzaba, sus carnes ajadas iban recobrando la frescura, la lozanía. Y sus movimientos se hacían más ligeros, perdiendo con cada paso ese sonido de goznes oxidados que hería la noche.
Poco después, como caído del cielo, un vestido estampado, sobrio y elegante cubrió su cuerpo, sustituyendo al sudario empapado de fluidos y malos olores con que fuera enterrada. Después cayó sobre sus hombros aquel abrigo de visón que tanto le gustaba cuando lo veía expuesto en el escaparate.
Cuando tocó el timbre de su casa, iba espléndida, fresca como una rosa.
—Han llamado —gritó David—. Será la abuela. Voy a abrir.
Pedro sabía que no era la abuela; no había invitado a nadie, ni acudido a las reuniones familiares que les reclamaron. Quería estar a solas con sus hijos, protegerles de las escenas de dolor que se producirían en aquella primera Nochebuena sin su mujer tras el accidente.
—¡David, espera!
Pero David no esperó.
—¡Mamá, has venido! ¿Es que ya estás mejor?
—¿Mamá? —gritó Aurelia, y corrió como una loca por el pasillo para abrazar a su madre.
Pedro estaba apoyado en la mesa. Las piernas le temblaban cuando vio a su mujer, con David en brazos y Aurelia agarrada a su cintura, entrando en el salón. Estaba radiante. Y a Pedro casi se le para el corazón cuando aquellos ojos claros le miraron, dibujando una sonrisa que elevaba hasta lo sublime la belleza serena de aquel rostro angelical.
—¿Cenamos? —preguntó María.
Pedro tardó unos minutos en responder. Se había quedado de piedra.
Durante la cena no hubo preguntas. Los niños estaban encantados con el regreso de su madre. Ella les sonreía continuamente, como si tratara de convencerles de que todo estaba bien. Y Pedro... Pedro no se creía lo que estaba viendo. No se atrevía ni a hablar, por si se rompía el encanto y su esposa desaparecía.
Más tarde, después de jugar con los regalos de Papá Noel, los niños se acostaron, felices por el regreso de su madre.
María echó a caminar hacia la puerta de la calle.
—¿Ya te vas? —le preguntó su marido—. ¿No te quedas esta noche?
—Mi función ha terminado. Lo siento. Tengo que irme.
Con los ojos llenos de lágrimas, Pedro la vio marchar. La había tenido tan cerca, ¡tan... viva! Entró en el dormitorio, sabiendo que el sueño le estaría vedado aquella noche.
La ventana estaba abierta. Por ella entró el vestido estampado que tanta ilusión le hacía a María estrenar aquella noche en casa de su madre, junto a sus hermanos y demás familia. Detrás iba el abrigo de visón que tantos meses de ahorro a escondidas le costó a su marido adquirir, para que fuera el complemento ideal de aquella Nochebuena en que anunciarían la próxima llegada de su tercer hijo, que se gestaba desde hacía unas semanas. Pero aquel maldito atropello en el paso de peatones...
Las dos prendas avanzaron solemnes. El armario las acogió con orgullo.
Poco después, en otra parte de la ciudad, una lápida se deslizaba suavemente, hasta colocarse en su situación original.


1 comentario:

  1. Gracias, estimado Jose Garrido Villanueva, por publicar , participar, nos enorgullece tu presencia en el grupo.

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