domingo, 1 de enero de 2017

¿HAS VISTO A MANUELA?


imagen vía: tarina.net
...Llegué a casa bastante tarde, y debo reconocer que no alcancé a descubrir la alegría que debía despertar mi presencia en el ánimo de mis padres, al menos así lo pensaba yo. Era indudable que existía un problema. También, que no tardaría mucho tiempo en enterarme de lo que estaba pasando.
—Es esa amiga tuya, Claudia —dijo mi madre como si me acusara de algo que en aquellos momentos ignoraba—. Va por ahí, de noche, recorriendo las calles y deteniéndose a tocar en cada casa. Está haciendo insoportable la vida en este pueblo.
—¿Qué me estás diciendo, madre?
Me cogió por los hombros al ver mi estado de asombro y me zarandeó para que pusiera atención a sus palabras.
—Tú eras amigo de ella. ¡Intenta liberar al pueblo de esta maldición!
—¡Por el amor de Dios, madre, no entiendo lo que me estás diciendo! ¡Ella está muerta! Tú misma me lo dijiste —sin darme apenas cuenta, fui elevando el tono de voz a medida que la ira crecía dentro de mí—. ¿Es que no la vais a dejar nunca descansar en paz?
—Esta noche entenderás lo que estoy diciendo —sentenció.

No se puede decir que aquella primera cena estuviera presidida por la alegría que se espera en unos padres que acaban de recibir la visita de su único hijo, que reside en el extranjero. Estábamos los tres cabizbajos y sombríos. Ellos, porque había un problema; yo…, bueno, lo único que alcanzaba a ver era le existencia de ese problema, pero ignoraba por completo en qué consistía. Me tenían la cabeza llena de no sabía qué extrañas historias, que solo lograban confundirme y generar en mí la idea de que todos estaban locos.  

Por lo que puedo recordar, sería en el momento de los postres cuando escuchamos unos golpes en los cristales de la ventana.
—Dios mío, es ella —dijo mi madre apenas en un susurro.
Les miré uno por uno y vi sus rostros blancos como la nieve.
—Están llamando, madre —dije, asombrado por sus reacciones—. ¿Qué es lo que está pasando?
—Es ella —la voz de mi padre, casi inaudible, siseó en el aire como si fuera premonitoria de la peor de las calamidades.
Confundido por aquel extraño comportamiento, me levanté y fui hacia la ventana.
—¡Por lo que más quieras, Pedro, vuélvete! ¿No nos has oído? ¡Es ella!
—¡Estáis todos locos de remate!
Dispuesto a no perder más tiempo con lo que a mí se me antojaba casi un juego de niños, descorrí el visillo de la ventana. La estampa que vi inundó mi mente de una abominable comprensión. De no haberla visto frente a mí, jamás lo hubiera creído. ¡Ella estaba allí!, haciendo frente al frío glacial de aquella noche de perros, como nacida de esas horrendas historias que se cuentan al calor del hogar en las largas noches de invierno. Un chal negro colgaba de su cabeza, medio ocultando sus rasgos aniñados, un delantal del mismo color, raído por el uso, y una bata oscura, más antigua que la misma aldea, constituían el resto del atuendo que yo alcanzaba a ver desde el interior de la casa. No me costó ningún esfuerzo imaginarla con unas enaguas blancas, rematadas por una puntilla fina y descolorida.
—Corre el visillo, Pedro, y vuelve a la mesa —decía mi madre, y su voz me llegaba lejana y casi irreal.
Durante unos segundos observé los ojos negros e implorantes de Claudia, sintiendo como un viento frío que me recorría la espalda. No vi calor en ellos, ni en aquella trágica mirada suya, imposible de confundir, como imposible de entender me resultaba descubrir aquel trasfondo de indiferencia que apreciaba en sus pupilas, y que no mitigaba en absoluto la presencia de las sensaciones ya mencionadas. Me quedé clavado mirando sus ojos, sintiendo que el escalofrío mortal que me recorría la espalda se extendía al resto de mi cuerpo.
Sus labios pronunciaron unas palabras que yo no alcanzaba a oír.
—Madre —atiné con torpeza a balbucear, volviendo la cabeza hacia ella—, me está… hablando. ¿No decíais que había muerto?...


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