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...Llegué a casa bastante tarde, y
debo reconocer que no alcancé a descubrir la alegría que debía despertar mi
presencia en el ánimo de mis padres, al menos así lo pensaba yo. Era indudable
que existía un problema. También, que no tardaría mucho tiempo en enterarme de
lo que estaba pasando.
—Es esa amiga tuya, Claudia —dijo mi
madre como si me acusara de algo que en aquellos momentos ignoraba—. Va por
ahí, de noche, recorriendo las calles y deteniéndose a tocar en cada casa. Está
haciendo insoportable la vida en este pueblo.
—¿Qué me estás diciendo, madre?
Me cogió por los hombros al ver mi
estado de asombro y me zarandeó para que pusiera atención a sus palabras.
—Tú eras amigo de ella. ¡Intenta
liberar al pueblo de esta maldición!
—¡Por el amor de Dios, madre, no
entiendo lo que me estás diciendo! ¡Ella está muerta! Tú misma me lo dijiste
—sin darme apenas cuenta, fui elevando el tono de voz a medida que la ira
crecía dentro de mí—. ¿Es que no la vais a dejar nunca descansar en paz?
—Esta noche entenderás lo que estoy
diciendo —sentenció.
No se puede decir que aquella primera
cena estuviera presidida por la alegría que se espera en unos padres que acaban
de recibir la visita de su único hijo, que reside en el extranjero. Estábamos
los tres cabizbajos y sombríos. Ellos, porque había un problema; yo…, bueno, lo
único que alcanzaba a ver era le existencia de ese problema, pero ignoraba por
completo en qué consistía. Me tenían la cabeza llena de no sabía qué extrañas
historias, que solo lograban confundirme y generar en mí la idea de que todos
estaban locos.
Por lo que puedo recordar, sería en el
momento de los postres cuando escuchamos unos golpes en los cristales de la
ventana.
—Dios mío, es ella —dijo mi
madre apenas en un susurro.
Les miré uno por uno y vi sus rostros
blancos como la nieve.
—Están llamando, madre —dije,
asombrado por sus reacciones—. ¿Qué es lo que está pasando?
—Es ella —la voz de mi padre,
casi inaudible, siseó en el aire como si fuera premonitoria de la peor de las
calamidades.
Confundido por aquel extraño
comportamiento, me levanté y fui hacia la ventana.
—¡Por lo que más quieras, Pedro,
vuélvete! ¿No nos has oído? ¡Es ella!
—¡Estáis todos locos de remate!
Dispuesto a no perder más tiempo con
lo que a mí se me antojaba casi un juego de niños, descorrí el visillo de la
ventana. La estampa que vi inundó mi mente de una abominable comprensión. De no
haberla visto frente a mí, jamás lo hubiera creído. ¡Ella estaba allí!,
haciendo frente al frío glacial de aquella noche de perros, como nacida de esas
horrendas historias que se cuentan al calor del hogar en las largas noches de
invierno. Un chal negro colgaba de su cabeza, medio ocultando sus rasgos
aniñados, un delantal del mismo color, raído por el uso, y una bata oscura, más
antigua que la misma aldea, constituían el resto del atuendo que yo alcanzaba a
ver desde el interior de la casa. No me costó ningún esfuerzo imaginarla con
unas enaguas blancas, rematadas por una puntilla fina y descolorida.
—Corre el visillo, Pedro, y vuelve a
la mesa —decía mi madre, y su voz me llegaba lejana y casi irreal.
Durante unos segundos observé los ojos
negros e implorantes de Claudia, sintiendo como un viento frío que me recorría
la espalda. No vi calor en ellos, ni en aquella trágica mirada suya, imposible
de confundir, como imposible de entender me resultaba descubrir aquel trasfondo
de indiferencia que apreciaba en sus pupilas, y que no mitigaba en absoluto la
presencia de las sensaciones ya mencionadas. Me quedé clavado mirando sus ojos,
sintiendo que el escalofrío mortal que me recorría la espalda se extendía al
resto de mi cuerpo.
Sus labios pronunciaron unas palabras
que yo no alcanzaba a oír.
—Madre —atiné con torpeza a balbucear,
volviendo la cabeza hacia ella—, me está… hablando. ¿No decíais que había
muerto?...
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