domingo, 2 de octubre de 2016

FEDERICO

         
imagen vía: jpeg pinterest.com
       La historia que hoy os cuento sucedió hace bastantes años en un pueblo de la sierra.
      Era una época en que la falta de vehículos y otros elementos que favorecen una buena comunicación propiciaba que las personas se sintieran solas ante cualquier problema que se presentara. Solo se tenían los unos a los otros en esos pueblos aislados que jalonaban la asfixiante paz de las montañas. Por este motivo, la gente era temerosa, consciente de su propia vulnerabilidad, y esto hacía que la superstición aflorara en un mundo escaso de recursos para afrontar su aflicciones, lo que les hacía sentirse pequeños y a merced de los avatares de unos tiempos muy exigentes.
            Federico, el panadero del pueblo, como tantos otros de su oficio, alimentaba el horno con leña del monte, de ese pino que tanto abundaba. Como buen ciudadano, elegía los árboles secos para no hacer daño al bosque, o, en su defecto, algunas ramas bajas que cortaba con buen juicio, llevando a cabo un poda que el árbol agradecía.
            Existía un dicho que hacía referencia a los días festivos más señalados, "tres días tiene el año que brillan más que el sol: Viernes Santo, Corpus Christi y día de la Ascensión", o algo así. Eran días en los que no se debía trabajar, solo se dedicaban a la oración y el recogimiento, a agradecer a Dios por mantenerles con vida en un entorno hostil donde nunca llegaba ayuda de afuera. También se permitía acudir a la taberna a echar un buen trago de vino.

           Pero aquel luminoso Viernes Santo, a Federico le pareció una bobada desaprovecharlo, andaba justo de leña y ese día lo tenía libre, porque al siguiente tendría que hacer dos hornadas para cubrir las necesidades del fin de semana.  
           —Muchacho, no vayas hoy —le advirtió su mujer al conocer sus intenciones—; es Viernes Santo y podría pasarte algo.
            —Eso son tonterías mujer, cuentos de viejo.
            —Haz lo que quieras, pero no digas que no te aviso.
            Federico aparejó la burra, cogió un hacha y partió para el monte. Eligió un ejemplar de buenas dimensiones que había sido herido por un rayo, y trepó hasta las primeras ramas.
            Y empezó a cortar. Los golpes del hacha reverberaban en las rocas del profundo barranco y volvían a él, como si el monte se quejara de la salvaje agresión.
            Al poco de comenzar, oyó una voz en la distancia:
            —Federico, bájate.
            Sobresaltado, el hombre miró a su alrededor, pero no vio a nadie. Hizo caso omiso de ese requerimiento y siguió a lo suyo.
            —Federico, bájate.
            Igual que antes, la voz parecía lejana, como si trascendiera la distancia y el tiempo, como si no fuera de este mundo.
            Algo inquieto, volvió a mirar, ahora poniendo la máxima atención. Allá, a lo lejos, se veía un pastor con su ganado, pero estaba demasiado lejos para que su voz llegara con esa claridad. Además, no percibía en él el menor signo de que estuviera tratando de comunicarse. No vio a nadie más.
            Dubitativo, sin saber muy bien lo que hacer, levantó de nuevo el hacha y asestó el golpe. La rama cayó por fin al suelo. Federico se regocijó y, por un momento, se olvidó de la voz. Se cambió de rama y siguió cortando.
            —¡Federico, bájate!  —volvió a oírse, ahora en un tono más exigente.
            El panadero miró hacia el pastor y vio que se alejaba, vuelto de espaldas. No podía ser él, pero entonces, ¿quién era? Escudriñó palmo a palmo el terreno que le circundaba, y cada piedra, cada árbol, cada sombra y matorral fueron centro de su atención. Pero no vio nada.
           Ya dudaba entre seguir o marcharse, aunque se inclinaba más por esta segunda opción. Al final tomó una decisión.
           —Termino de cortar esta rama y me voy. No me entretengo más. De todas formas, está ya para caer.
            Levantó el hacha y miró con atención el punto donde debía hundirla en la madera, a fin de que el golpe fuera efectivo y se pudiera ir cuanto antes.
           Pero esta atención fue fatal, porque mirando el corte descuidó el recorrido de la herramienta. Esta se enganchó en una rama que había algo más arriba y se desvió de su camino. Y el corte afilado penetró con fuerza por el empeine del pie derecho y solo se detuvo al llegar a la suela de la bota.
       Federico emitió un grito desgarrado que se propagó por el valle, mientras sentía, en su extremidad lastimada, fluir el riego caliente de la sangre que brotaba a borbotones.
           Dolorido y aterrado, el hombre bajó como pudo del árbol. Padeciendo dolores infernales, se quitó la bota y arrojó al suelo la mitad seccionada del pie, después se desprendió de la camisa y la ató al muñón con intención de detener la hemorragia. Tras denodados esfuerzos, se subió a la burra.
          Y aquella mañana luminosa de Viernes Santo, Federico volvía para el pueblo, sin leña, sin medio pie y llorando de dolor y de rabia por su torpeza.
           



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