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La
historia que hoy os cuento sucedió hace bastantes años en un pueblo de la
sierra.
Era
una época en que la falta de vehículos y otros elementos que favorecen una
buena comunicación propiciaba que las personas se sintieran solas ante
cualquier problema que se presentara. Solo se tenían los unos a los otros en
esos pueblos aislados que jalonaban la asfixiante paz de las montañas. Por este
motivo, la gente era temerosa, consciente de su propia vulnerabilidad, y esto
hacía que la superstición aflorara en un mundo escaso de recursos para afrontar
su aflicciones, lo que les hacía sentirse pequeños y a merced de los avatares
de unos tiempos muy exigentes.
Federico,
el panadero del pueblo, como tantos otros de su oficio, alimentaba el horno con
leña del monte, de ese pino que tanto abundaba. Como buen ciudadano, elegía los
árboles secos para no hacer daño al bosque, o, en su defecto, algunas ramas
bajas que cortaba con buen juicio, llevando a cabo un poda que el árbol
agradecía.
Existía
un dicho que hacía referencia a los días festivos más señalados, "tres
días tiene el año que brillan más que el sol: Viernes Santo, Corpus Christi y
día de la Ascensión", o algo así. Eran días en los que no se debía
trabajar, solo se dedicaban a la oración y el recogimiento, a agradecer a Dios
por mantenerles con vida en un entorno hostil donde nunca llegaba ayuda de afuera.
También se permitía acudir a la taberna a echar un buen trago de vino.
Pero
aquel luminoso Viernes Santo, a Federico le pareció una bobada desaprovecharlo,
andaba justo de leña y ese día lo tenía libre, porque al siguiente tendría que
hacer dos hornadas para cubrir las necesidades del fin de semana.
—Muchacho,
no vayas hoy —le advirtió su mujer al conocer sus intenciones—; es Viernes
Santo y podría pasarte algo.
—Eso
son tonterías mujer, cuentos de viejo.
—Haz
lo que quieras, pero no digas que no te aviso.
Federico
aparejó la burra, cogió un hacha y partió para el monte. Eligió un ejemplar de
buenas dimensiones que había sido herido por un rayo, y trepó hasta las
primeras ramas.
Y
empezó a cortar. Los golpes del hacha reverberaban en las rocas del profundo
barranco y volvían a él, como si el monte se quejara de la salvaje agresión.
Al
poco de comenzar, oyó una voz en la distancia:
—Federico, bájate.
Sobresaltado,
el hombre miró a su alrededor, pero no vio a nadie. Hizo caso omiso de ese
requerimiento y siguió a lo suyo.
—Federico, bájate.
Igual
que antes, la voz parecía lejana, como si trascendiera la distancia y el tiempo,
como si no fuera de este mundo.
Algo
inquieto, volvió a mirar, ahora poniendo la máxima atención. Allá, a lo lejos,
se veía un pastor con su ganado, pero estaba demasiado lejos para que su voz
llegara con esa claridad. Además, no percibía en él el menor signo de que estuviera
tratando de comunicarse. No vio a nadie más.
Dubitativo,
sin saber muy bien lo que hacer, levantó de nuevo el hacha y asestó el golpe.
La rama cayó por fin al suelo. Federico se regocijó y, por un momento, se
olvidó de la voz. Se cambió de rama y siguió cortando.
—¡Federico, bájate! —volvió a oírse, ahora en un tono más
exigente.
El
panadero miró hacia el pastor y vio que se alejaba, vuelto de espaldas. No
podía ser él, pero entonces, ¿quién era? Escudriñó palmo a palmo el terreno que
le circundaba, y cada piedra, cada árbol, cada sombra y matorral fueron centro
de su atención. Pero no vio nada.
Ya
dudaba entre seguir o marcharse, aunque se inclinaba más por esta segunda
opción. Al final tomó una decisión.
—Termino
de cortar esta rama y me voy. No me entretengo más. De todas formas, está ya para caer.
Levantó
el hacha y miró con atención el punto donde debía hundirla en la madera, a fin
de que el golpe fuera efectivo y se pudiera ir cuanto antes.
Pero
esta atención fue fatal, porque mirando el corte descuidó el recorrido de la
herramienta. Esta se enganchó en una rama que había algo más arriba y se desvió
de su camino. Y el corte afilado penetró con fuerza por el empeine del pie
derecho y solo se detuvo al llegar a la suela de la bota.
Federico
emitió un grito desgarrado que se propagó por el valle, mientras sentía, en su
extremidad lastimada, fluir el riego caliente de la sangre que brotaba a
borbotones.
Dolorido
y aterrado, el hombre bajó como pudo del árbol. Padeciendo dolores infernales,
se quitó la bota y arrojó al suelo la mitad seccionada del pie, después se desprendió de
la camisa y la ató al muñón con intención de detener la hemorragia. Tras
denodados esfuerzos, se subió a la burra.
Y
aquella mañana luminosa de Viernes Santo, Federico volvía para el pueblo, sin
leña, sin medio pie y llorando de dolor y de rabia por su torpeza.
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