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...Lo vio por el rabillo del ojo.
Aunque solo fue una visión fugaz, la sugerencia que podía extraer de la lógica
no se hizo esperar. Y esto hizo que la alarma saltara en su cerebro y golpeara
su mente con una fuerza demoledora. Se olvidó de los vehículos, del camarero y
de todo. Y toda la capacidad de su mente se concentró en aquel inocente balón
que rodaba descontrolado, llegando a la calzada. En los instantes siguientes,
la escena que había intuido se presentó con toda su crudeza. Un niño de corta
edad corría tras el balón, despreocupado, ajeno a la magnitud del peligro que
se le venía encima. David clavó sus ojos en él con una fuerza y una desesperación
vivas. Se diría que intentaba quitarlo de su camino con la sola fuerza de su
mirada. Pero su mirada no bastó, y el niño siguió corriendo.
De algún lugar de la terraza sonó un
grito desgarrado. En ese instante, bien alertado por el grito, o tal vez por el
rugido del camión, el niño giró la cabeza. Estaba justo enfrente de David. Sus
miradas se cruzaron en un momento agónico, desesperado. Por un segundo interminable
se quedaron solos en el mundo, frente a frente el reo con el verdugo.
Los ojos del niño reflejaron su horror
con todo el dramatismo de saber que había hecho algo terrible e inapropiado,
ante lo que resultaba imposible retroceder, algo irreparable, que lo aproximaba
a toda prisa a su momento último.
David vivió el instante sumido en la
soledad más angustiosa, consciente de que todo cuanto hiciera sería inútil.
Solo un infructuoso intento de cambiar un destino que se empeñaba en volverle
la espalda. De sobra sabía él que aquella situación marcaría un antes y un
después en su corta vida. Que le llevaba en volandas hacia un después horrible,
que de ninguna manera quería conocer. En cierto modo se sintió identificado con
el niño. Sus miradas se hicieron cómplices, porque ambos estaban seguros, por
encima de toda duda, de que un cambio radical, sin marcha atrás, iba a
producirse en sus vidas.
Como era de esperar, el pedal del
freno fue impulsado hasta el fondo con una virulencia extrema. De esta forma,
David se aferraba con desesperación a la única posibilidad que tenía a su
alcance para evitar el fatal desenlace. Completó su acción dando un volantazo a
la derecha. El camión dio un giro brusco, pero tardío. Y el joven vio con
incredulidad cómo el niño desaparecía por la parte inferior del parabrisas.
Después, sin saber de dónde logró extraer la serenidad, se vio obligado a
rectificar la maniobra para no saltar por el precipicio. El camión dobló en el
momento justo, cuando el paragolpes rozaba la valla protectora, y se alejó de
la explanada, bamboleando de forma aparatosa en medio de un fuerte rechinar de
frenos y neumáticos. Al final se detuvo.
Con dedos temblorosos y el corazón
latiéndole de manera febril, David paró el motor y se apeó del vehículo, y se
vio rodeado, casi asediado, por sombras siniestras y amenazantes. Miró hacia
atrás y no vio otra cosa que una oscuridad ominosa.
Su mente era una mole de confusión y
temor cuando subió al estribo del camión en busca de la linterna. Inspeccionó
palmo a palmo la calzada sin encontrar nada, ni niño, ni balón. Y la terraza se
presentó a sus ojos como un abismo negro y sobrecogedor. El poderoso haz de la
linterna abrió una herida en la oscuridad cuando barrió toda la explanada. No
vio coches. No había nada.
Y la siniestra fachada del Bar Rosa
proporcionó una nueva dimensión a su particular mundo de horrores.
Avanzó con paso lento, pisando los
pequeños cristales de hielo que comenzaban a formarse justo antes de clarear, y
que terminarían, más tarde, constituyendo una formidable alfombra de escarcha.
El letrero con la inscripción del
nombre del bar se había desprendido de un ángulo y se balanceaba impulsado por
una brisa ligera que parecía arrancarle un lamento agónico y prolongado...
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