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imagen vía:fotosdigitalesgratis.com |
Aunque
ya han pasado diez años, maldigo con toda mi alma el recuerdo de aquella noche maldita.
Tras
una tarde plena de drogas y alcohol, mis amigos, mi novia Eva y yo nos fuimos
al bosque porque ella nos había metido en la cabeza que podíamos invocar al
Diablo. Eva era una chica hermosísima pero a veces resultaba un tanto
inquietante. Siempre hablaba de películas y libros de terror, de aparecidos,
invocaciones y todo lo que concierne al lado oscuro de las personas, ese por el
que tanto le gusta a ella adentrarse.
¡Qué
estupideces más grandes se hacen a veces!
Recuerdo
que aquella noche, tras convencernos del acto que ella más que nadie pretendía
llevar a cabo, fue a su casa y trajo una vela y un libro muy antiguo con tapas
de cuero repujado y laboriosas incrustaciones doradas. Yo no tenía ni idea de
dónde había sacado semejante ejemplar. Pero sí recuerdo que al verlo pensé en
el Necronomicon del árabe loco Abdul Alhazred, que tanto se menciona en las
obras H. P. Lovecraft. Pero no, no era el Necronomicon; se titulaba
Invocaciones Satánicas.
Por
recomendación suya nos sentamos sobre la hierba formando un corro en torno a la
vela y al libro. Encendimos la vela, cuya llama oscilaba a merced de una brisa
suave que asimismo estremecía las hojas de los árboles. Eva abrió el libro por
la página que tenía marcada y, ejerciendo de maestra de ceremonias, nos dijo
que nos cogiéramos todos de las manos y, a la luz de la vela, empezó a leer en
voz alta unas extrañas palabras que sonaron aterradoras en la quietud de la
noche.
No
entiendo cómo lo conseguimos, si ninguno, ni incluso ella misma, estaba en su
cabales. Pero lo logramos. No sé cómo, pero lo logramos. Y jamás Eva y yo nos
arrepentiremos lo bastante.
El
Diablo se nos apareció, y para que su recuerdo trascendiera nuestro estado
embriaguez, nos exigió un tributo a Eva y a mí. Fue a nosotros dos, porque
formábamos la única pareja que se sentaba en el corro aquella noche.
Nosotros
solo teníamos que aceptar el desafío y él se encargaría de los detalles.
Ahora,
tras los diez años que nos concedió de tregua, estoy viendo los resultados. Y
no pueden ser más desesperantes. ¡Cuánto daría por volver atrás en el tiempo!
¡Por no haber ido al bosque aquella maldita noche!
¡Sí
todo parecía una broma! De veras. Una payasada de juventud. Así lo entendí
aquella noche y por eso di mi conformidad ¿Cómo unos fumados y chispos podrían
contactar con el Diablo? No tiene sentido.
Pero
sí lo tenía. Y es que no albergo ninguna duda de que él se dejó hacer.
Dos
años después de aquella noche, me casé con Eva, y un año más tarde nació
nuestra hija Ana María. Sabíamos que iba a ser la única, porque tras unas
complicaciones en el parto, Eva quedó estéril.
Aun
así, éramos felices, nos queríamos muchísimo y nos llevábamos la mar de bien, y
nuestro amor se veía colmado con aquel diablillo rubio que tanta alegría daba a
nuestro hogar.
No
nos faltaba nada.
Nada,
hasta esta noche pasada en que he tenido una pesadilla cruel: el Diablo mismo
en persona, la misma imagen que vimos ante nosotros aquella aciaga noche, se me
ha presentado en sueños y me ha sugerido que viniéramos hoy al cementerio para
ver si todo está a nuestro gusto.
Mi
mujer, temiéndose lo peor, no ha querido acompañarnos. Pero yo no he podido
evitarlo: una fuerza ajena a mi voluntad me ha impulsado a venir. Y ese mismo
impulso me ha obligado a traerme a mi hija. Tampoco he podido evitarlo.
Para
ver si todo está a nuestro gusto. ¡Tiene guasa la cosa!
Hundido
por el dolor que crece en mi pecho, me seco las lágrimas con el dorso de la
mano. Una incomprensible atracción lanza mis ojos una y otra vez hacia la tumba
que tengo delante. El epitafio de la lápida es muy claro, no deja lugar para
las dudas:
Ana María López Cuesta
Fallecida el 2 de mayo de 2.016
A los 7 años de edad.
Mi
hija Ana María también lo lee y me aprieta la mano con fuerza.
—¿Será eso verdad, papá? —me pregunta con el rostro compungido y las lágrimas brillando en sus ojos
vedes.
Se me
hace un nudo en el pecho. Pero ella me mira con rostro expectante, desesperado.
Me siento obligado a contestarle.
—Sí, hija mía, es verdad.
Ambos
lloramos desolados.
Hoy
es treinta de abril.
Faltan
solo dos días.