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...una noche, al escuchar las pisadas en el corredor, llegué hasta la puerta de mi habitación y la abrí a cuchillo. No tenía frío, pero estaba temblando de miedo. El viento aullaba en el exterior, ocasionando verdaderos estragos en los aleros de los tejados y ajetreando las copas de los árboles. La lluvia arremetía contra los cristales de las ventanas a ráfagas intermitentes y violentas. Vi a papá avanzar con paso lento pero decidido. No se apreciaba bien si tenía o no los ojos abiertos. Todo estaba a oscuras, a excepción hecha de un tímido resplandor que extendía una luz tenue por la cocina, y que a través de cuya puerta, abierta de par en par, esclarecía el pasillo. El resplandor se debía a la luz que entraba por la ventana, procedente de una farola instalada en la acera de la calle. Papá iba de espaldas a la luz. Diría que iba traspuesto, como si nada de lo que le rodeaba le importase lo más mínimo. Parecía que obedeciera una orden superior a todo lo que se puede solicitar en
Sentí un miedo terrible a pesar de no
ver con claridad la expresión de su rostro. Un miedo que se intensificó cuando
vi a mi abuela salir de su habitación e ir tras él. Llevaba puesta una bata
blanca que le caía hasta los pies. Su pelo estaba alborotado, y su cara, vieja
y arrugada, parecía contraída por una mueca de amargura.
Papá continuó caminando sin escucharla
a ella y sin verme a mí, abrió la puerta de la calle y se enfrentó a la noche.
Solo llevaba puesto el pijama.
La abuela se detuvo en el umbral.
Había dos escalones para salir al exterior y la calle le estaba vedada.
Después, giró en redondo y volvió a su habitación. Iba muy cabreada y hablando
por lo bajo.
Tampoco se fijó en mí. Así que cerré
la puerta y volví a acostarme. Y permanecí despierto durante largo rato,
dándole vueltas a la cabeza, confuso y temeroso, sin saber qué era lo que ocurría
en mi casa.
Bastante más tarde, no podría
determinar el tiempo que había transcurrido, oí de nuevo la puerta de la calle.
Me asomé otra vez al pasillo. Era
papá. Venía empapado y manchado de barro. Entró en casa. Ni siquiera se percató
de mi presencia cuando pasó junto a mí.
Fui a decir algo, pero no me atreví.
De modo que me refugié en mi cama, sintiendo que una mano enorme me oprimía el
pecho hasta impedirme respirar. Los monstruos de mis sueños rodearon mi lecho,
amenazantes y siniestros, y en silencio me eché a llorar...
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