imagen vía: eurvi.com |
Es
indudable que a veces los niños pueden ser muy crueles. Basta que algo se les
meta entre ceja y ceja para llegar hasta el final, sin importarles las
consecuencias que sus actos puedan tener. Parece que el sentirse niños es una
capa demasiado grande que lo cubre todo, dejándoles libres de
responsabilidades. Vamos, que les da igual un ocho que un ochenta.
Mi
infancia transcurrió en un pueblo pequeño. En aquella época formaba parte de
una pandilla de seis o siete chavales. Merodeábamos por los alrededores, alborotando
todo lo que nos salía al paso. Igual expoliábamos un nido que dejábamos sin
renacuajos un tramo del arroyo que corría más abajo del pueblo.
En
nuestra pandilla venía Amador. Patoso, entrado en carnes, con gafas de culo
vaso..., era el típico crío que se pasa el tiempo mirando cómo juegan los demás
porque estos no ven la forma de integrarle. Cuántos ratos se pasaría llorando
porque nadie le elegía en el fútbol ni en ningún otro juego que exigiera un
mínimo de habilidad. Bastaba con que te tocara ir con él para que se te
quitaran las ganas de jugar.
No
recuerdo por qué la liamos aquella tarde. Sería una de sus torpezas. Lo cierto
fue que tuve una fuerte discusión con él y le dije que cuándo nos iba a dejar
en paz de una maldita vez. Él se marchó cabizbajo, llorando, y los demás
empezamos a reírnos, pensando que nos lo habíamos quitado de encima para siempre.
Y así
fue. Cuando más tarde llegamos al pueblo, su madre nos preguntó por él.
Nosotros no sabíamos qué decirle. Pero ella no lo necesitaba, porque estaba al
corriente de lo que pasaba con su hijo. Se emprendió la búsqueda de inmediato.
Encontraron
su cuerpo, ahogado, encajado entre dos piedras, en el fondo del río. Por lo visto
había caído y las rocas le aprisionaron convirtiéndose un una trampa mortal.
Esto
provocó que la unión con su hijo fuera tal que no pudo soportar su muerte. Y
entró en una depresión que acabó con ella, pues una tarde, justo cuando se
cumplía un año del fallecimiento de Amador, la encontraron ahogada en el mismo
sitio que murió su hijo.
Hace
ya bastantes años de esto. Se dice en el pueblo que algunas noches, en torno a
la fecha de las muertes, si alguien se atreve a asomarse a ese tramo de río,
les ve a los dos bañándose en la charca que se forma justo debajo y riendo a
carcajadas, como si hubieran encontrado tras la muerte la tranquilidad que no
tuvieron en vida.
Yo sé
que no son solo rumores. Y tengo sobrados motivos para pensar así. De hecho,
mis amigos y yo, o sea, el resto de la pandilla al completo, comenzamos a ver
visiones nada más morir la madre.
Ahora
soy el único que queda. Ellos, atraídos por los cánticos que se oyen en el río,
fueron ahogándose uno a uno a lo largo de los años. Todos en el mismo sitio. Y
en la misma fecha.
Todos
menos yo. No sé si porque no me dejo hechizar, o quizá porque fui el desencadenante
de este nefasto asunto, lo cierto es que parece que tengo reservado un final
distinto. Y es que tengo que decir que cada noche, cuando pienso que voy a
encontrar un poco de solaz al acostarme, al fondo del dormitorio oigo una
especie de desesperante chapoteo. No importa el tiempo que lleve pasando esto,
siempre ofrezco la misma respuesta, quizá aquí sí que esté hechizado: miro
hacia abajo, a los pies de la cama, y veo unas manos descoloridas y esponjosas,
chorreando agua y algas, que se agarran con fuerza al mueble, y me mueven.
En
esos momentos siento un ahogo infernal, como si estuviera pataleando debajo del
agua, pero mis sentidos siguen firmes en una dirección, y veo aparecer tras el
respaldo de la cama dos cabezas con el pelo aplastado por la humedad, los
rostros medio cubiertos de algas y los ojos, devorados por los peces, dejando
al descubierto unas cuencas oscuras como pozos, insondables.
Y
parecen llamarme, expresando una sonrisa odiosa en sus bocas de labios
putrefactos. Entonces me despierto, o no, porque a veces me ocurre antes de haberme
dormido.
Así
es mi vida: noche tras noche sin descansar. Muchas veces pienso en el arroyo.
No es que me atraiga, pero sé que solo allí podré hallar la tranquilidad que
nunca llega.
Lo
peor de todo es que aún faltan algunos meses para el fatídico 31 de agosto. Ya
estoy deseando que llegue.
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