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Samanta caminaba despacio por una sala en penumbra.
Aquí y allá, dispuestas sin ningún orden aparente, se veían varias peanas donde
descansaban enormes frascos de cristal. Dentro de estos, sumergidas en formol,
había cabezas humanas. Eran de mujeres morenas, con el pelo muy largo, seguro
que en vida les llegaba a la cintura. En la base de cada frasco, una lámpara que
proyectaba una luz tenue dotaba a la cabeza de un fulgor azulado que le daba un
aspecto horrible.
Le
resultaba insufrible observar aquellas caras tristes, cercenadas en la flor de
la vida, mudos testigos de la crueldad gratuita que a veces guía los pasos del
hombre. Aun así, había algo que tiraba de ella, era como un hilo invisible, que
la arrastraba hacia el final de aquella colección macabra. Y allí estaba, clausurando
una estampa que parecía surgida del averno, el último frasco, la adquisición más
reciente: su propio rostro mirándola desde las profundidades del líquido odioso.
Estaba
sudando a mares cuando despertó. Las últimas imágenes de la pesadilla flotaban
a su alrededor mientras se diluían en el vacío.
Todo
empezó cuando oyó la noticia en la tele:
"Un
nuevo cuerpo ha sido encontrado en el Polígono Campollano de Albacete. Igual
que los anteriores, está decapitado. Algunos trabajadores de la fábrica junto a
la que fue abandonado el cadáver, basándose en la ropa que lleva, afirman
conocer a la víctima, una mujer morena de unos treinta y cinco años de edad que
lucía un pelo muy largo. Estas personas también han declarado que durante las
últimas semanas la joven iba acompañada por un desconocido. Esto hace pensar a
la policía que podría tratarse de una especie de coleccionista de cabelleras,
que seduciría a sus víctimas para después asesinarlas y cortarles la cabeza".
Acompañaba
esta información el retrato robot de un hombre joven y apuesto que tenía un parecido
asombroso con su actual novio.
Esta
noticia era del día anterior, aunque sabía que habían pasado unas semanas desde
que se produjera el primer asesinato, poco antes de que ella empezara a salir
con Luis. ¿Sería ese su verdadero nombre? En realidad, conocía muy poco de él.
Solo, que era un hombre muy simpático, y guapo, que la abordó un día a la
salida de una cafetería pidiéndole fuego. Al fin dieron un paseo. El desconocido
la encandiló con su verborrea fácil, su amabilidad, sus detalles y, sobre todo,
con aquella sonrisa encantadora y juvenil que tenía la virtud de descolocarla.
Desde
entonces salían juntos. Aunque no todos los días; a veces, él se excusaba con
el trabajo y posponía la cita para el día siguiente. Ahora, atando cabos, se
daba cuenta de que estos trabajos a deshora coincidían con la aparición de las
víctimas.
Eran
las ocho de la tarde, la hora en que él venía a buscarla. Oyó el sonido
característico del todoterreno de Luis. Siempre tan puntual como un reloj
suizo. Recordó la pesadilla. Sobre todo, aquella parte en que su rostro la
miraba desde el interior del último frasco de la colección. Por el tiempo que
llevaban juntos, intuyó que podría ser ella la siguiente víctima. Tenía que hacer
algo para evitarlo. Samanta cogió las
tijeras y se cortó, por encima de los hombros, la hermosa cabellera que siempre
le gustó lucir hasta la cintura.
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