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Samanta caminaba despacio por una sala en penumbra.
Aquí y allá, dispuestas sin ningún orden aparente, se veían varias peanas donde
descansaban enormes frascos de cristal. Dentro de estos, sumergidas en formol,
había cabezas humanas. Eran de mujeres morenas, con el pelo muy largo, seguro
que en vida les llegaba a la cintura. En la base de cada frasco, una lámpara que
proyectaba una luz tenue dotaba a la cabeza de un fulgor azulado que le daba un
aspecto horrible.
Le
resultaba insufrible observar aquellas caras tristes, cercenadas en la flor de
la vida, mudos testigos de la crueldad gratuita que a veces guía los pasos del
hombre. Aun así, había algo que tiraba de ella, era como un hilo invisible, que
la arrastraba hacia el final de aquella colección macabra. Y allí estaba, clausurando
una estampa que parecía surgida del averno, el último frasco, la adquisición más
reciente: su propio rostro mirándola desde las profundidades del líquido odioso.
Estaba
sudando a mares cuando despertó. Las últimas imágenes de la pesadilla flotaban
a su alrededor mientras se diluían en el vacío.