—Papá —dijo David, mirando a su padre con ojos de súplica—, ¿vendrá mamá a cenar con nosotros? Tengo muchas ganas de verla.
Pedro se acercó al niño, se agachó
junto a él y le apretó con fuerza. En todo momento procuró que su hijo no viera
la angustia en sus ojos, aquellas lágrimas que brillaban como perlas en sus
pupilas.
—No creo que... que pueda, hijo mío.
No va a ser posible.
—No seas pesado —intervino Aurelia,
que en esos momentos entraba en el salón cargada de platos y cubiertos—; ya
sabes que está enferma. Cuando mejore, podrá venir a casa, pero ahora la están
cuidando en el hospital.
—Eso es. Tu hermana tiene razón. Cuando
mejore le darán el alta y vendrá con nosotros.
—Pero se va a perder los regalos de
esta noche. Yo quiero ir a verla al hospital.
—Lo siento, David, pero los médicos
han dicho...
No pudo aguantar más, y apartándose de
su hijo salió del cuarto, en un intento de que su llanto desolado no inundara
de tristeza la habitación.
—¿Por qué no me ayudáis a poner la
mesa? —inquirió Aurelia, ajena al episodio de dolor que vivía su padre.