sábado, 29 de octubre de 2016

TÚ Y YO, POR SIEMPRE.


imagen vía: youtube.com
—Discúlpame, cariño, si no te he tratado con toda la delicadeza que mereces, pero es que a veces los deseos se vuelven incontrolables.
Julián se situó frente a la ventana que daba al espacioso jardín. Se veía muy abandonado, pero a él le daba igual. Casi podría decirse que le gustaba más así: lleno de hierbajos y arbustos sin podar; la Naturaleza en estado puro. Incluso se veían flores de aspecto delicado y bellos colores que no habrían estado ahí de haberse cuidado como Dios manda. Ahora, bajo aquella fina llovizna y el cielo plomizo, tenía un aspecto espectacular. Parecía que estuviera en plena selva, sin cortes milimétricos, sin espacios bien delimitados, sin que cada planta ocupara su sitio exacto, como nos gusta a los humanos, como si nuestra creación superara a la que ha perdurado durante millones de años y que nosotros nos empeñamos en destruir día tras día.  
            —No sabes cuánto he ansiado este momento. El momento en que estuvieras conmigo, ahí sentada, disfrutando como yo de este día maravilloso —continuaba diciendo de espaldas a ella, contemplando la lluvia serena que caía sin cesar—. Me hizo mucho daño que te enamoraras de Roberto, tengo que reconocerlo. Y que hicieras planes de boda con él. Eso terminó casi por anular mis últimas esperanzas.  

domingo, 16 de octubre de 2016

LA CARRETERA INFERNAL


imagen vía:youtube.com
...Lo vio por el rabillo del ojo. Aunque solo fue una visión fugaz, la sugerencia que podía extraer de la lógica no se hizo esperar. Y esto hizo que la alarma saltara en su cerebro y golpeara su mente con una fuerza demoledora. Se olvidó de los vehículos, del camarero y de todo. Y toda la capacidad de su mente se concentró en aquel inocente balón que rodaba descontrolado, llegando a la calzada. En los instantes siguientes, la escena que había intuido se presentó con toda su crudeza. Un niño de corta edad corría tras el balón, despreocupado, ajeno a la magnitud del peligro que se le venía encima. David clavó sus ojos en él con una fuerza y una desesperación vivas. Se diría que intentaba quitarlo de su camino con la sola fuerza de su mirada. Pero su mirada no bastó, y el niño siguió corriendo.
De algún lugar de la terraza sonó un grito desgarrado. En ese instante, bien alertado por el grito, o tal vez por el rugido del camión, el niño giró la cabeza. Estaba justo enfrente de David. Sus miradas se cruzaron en un momento agónico, desesperado. Por un segundo interminable se quedaron solos en el mundo, frente a frente el reo con el verdugo.
Los ojos del niño reflejaron su horror con todo el dramatismo de saber que había hecho algo terrible e inapropiado, ante lo que resultaba imposible retroceder, algo irreparable, que lo aproximaba a toda prisa a su momento último.
David vivió el instante sumido en la soledad más angustiosa, consciente de que todo cuanto hiciera sería inútil. Solo un infructuoso intento de cambiar un destino que se empeñaba en volverle la espalda. De sobra sabía él que aquella situación marcaría un antes y un después en su corta vida. Que le llevaba en volandas hacia un después horrible, que de ninguna manera quería conocer. En cierto modo se sintió identificado con el niño. Sus miradas se hicieron cómplices, porque ambos estaban seguros, por encima de toda duda, de que un cambio radical, sin marcha atrás, iba a producirse en sus vidas.
Como era de esperar, el pedal del freno fue impulsado hasta el fondo con una virulencia extrema. De esta forma, David se aferraba con desesperación a la única posibilidad que tenía a su alcance para evitar el fatal desenlace. Completó su acción dando un volantazo a la derecha. El camión dio un giro brusco, pero tardío. Y el joven vio con incredulidad cómo el niño desaparecía por la parte inferior del parabrisas. Después, sin saber de dónde logró extraer la serenidad, se vio obligado a rectificar la maniobra para no saltar por el precipicio. El camión dobló en el momento justo, cuando el paragolpes rozaba la valla protectora, y se alejó de la explanada, bamboleando de forma aparatosa en medio de un fuerte rechinar de frenos y neumáticos. Al final se detuvo.
Con dedos temblorosos y el corazón latiéndole de manera febril, David paró el motor y se apeó del vehículo, y se vio rodeado, casi asediado, por sombras siniestras y amenazantes. Miró hacia atrás y no vio otra cosa que una oscuridad ominosa.
Su mente era una mole de confusión y temor cuando subió al estribo del camión en busca de la linterna. Inspeccionó palmo a palmo la calzada sin encontrar nada, ni niño, ni balón. Y la terraza se presentó a sus ojos como un abismo negro y sobrecogedor. El poderoso haz de la linterna abrió una herida en la oscuridad cuando barrió toda la explanada. No vio coches. No había nada.
Y la siniestra fachada del Bar Rosa proporcionó una nueva dimensión a su particular mundo de horrores.
Avanzó con paso lento, pisando los pequeños cristales de hielo que comenzaban a formarse justo antes de clarear, y que terminarían, más tarde, constituyendo una formidable alfombra de escarcha.
El letrero con la inscripción del nombre del bar se había desprendido de un ángulo y se balanceaba impulsado por una brisa ligera que parecía arrancarle un lamento agónico y prolongado...


domingo, 2 de octubre de 2016

FEDERICO

         
imagen vía: jpeg pinterest.com
       La historia que hoy os cuento sucedió hace bastantes años en un pueblo de la sierra.
      Era una época en que la falta de vehículos y otros elementos que favorecen una buena comunicación propiciaba que las personas se sintieran solas ante cualquier problema que se presentara. Solo se tenían los unos a los otros en esos pueblos aislados que jalonaban la asfixiante paz de las montañas. Por este motivo, la gente era temerosa, consciente de su propia vulnerabilidad, y esto hacía que la superstición aflorara en un mundo escaso de recursos para afrontar su aflicciones, lo que les hacía sentirse pequeños y a merced de los avatares de unos tiempos muy exigentes.
            Federico, el panadero del pueblo, como tantos otros de su oficio, alimentaba el horno con leña del monte, de ese pino que tanto abundaba. Como buen ciudadano, elegía los árboles secos para no hacer daño al bosque, o, en su defecto, algunas ramas bajas que cortaba con buen juicio, llevando a cabo un poda que el árbol agradecía.
            Existía un dicho que hacía referencia a los días festivos más señalados, "tres días tiene el año que brillan más que el sol: Viernes Santo, Corpus Christi y día de la Ascensión", o algo así. Eran días en los que no se debía trabajar, solo se dedicaban a la oración y el recogimiento, a agradecer a Dios por mantenerles con vida en un entorno hostil donde nunca llegaba ayuda de afuera. También se permitía acudir a la taberna a echar un buen trago de vino.