lunes, 22 de agosto de 2016

SONÁMBULO

Imagen vía: ps3xlavena.blospot.com

...una noche, al escuchar las pisadas en el corredor, llegué hasta la puerta de mi habitación y la abrí a cuchillo. No tenía frío, pero estaba temblando de miedo. El viento aullaba en el exterior, ocasionando verdaderos estragos en los aleros de los tejados y ajetreando las copas de los árboles. La lluvia arremetía contra los cristales de las ventanas a ráfagas intermitentes y violentas. Vi a papá avanzar con paso lento pero decidido. No se apreciaba bien si tenía o no los ojos abiertos. Todo estaba a oscuras, a excepción hecha de un tímido resplandor que extendía una luz tenue por la cocina, y que a través de cuya puerta, abierta de par en par, esclarecía el pasillo. El resplandor se debía a la luz que entraba por la ventana, procedente de una farola instalada en la acera de la calle. Papá iba de espaldas a la luz. Diría que iba traspuesto, como si nada de lo que le rodeaba le importase lo más mínimo. Parecía que obedeciera una orden superior a todo lo que se puede solicitar en La Tierra.
Sentí un miedo terrible a pesar de no ver con claridad la expresión de su rostro. Un miedo que se intensificó cuando vi a mi abuela salir de su habitación e ir tras él. Llevaba puesta una bata blanca que le caía hasta los pies. Su pelo estaba alborotado, y su cara, vieja y arrugada, parecía contraída por una mueca de amargura.

sábado, 6 de agosto de 2016

EL ARROYO MALDITO

        
imagen vía: eurvi.com

            Es indudable que a veces los niños pueden ser muy crueles. Basta que algo se les meta entre ceja y ceja para llegar hasta el final, sin importarles las consecuencias que sus actos puedan tener. Parece que el sentirse niños es una capa demasiado grande que lo cubre todo, dejándoles libres de responsabilidades. Vamos, que les da igual un ocho que un ochenta.
       Mi infancia transcurrió en un pueblo pequeño. En aquella época formaba parte de una pandilla de seis o siete chavales. Merodeábamos por los alrededores, alborotando todo lo que nos salía al paso. Igual expoliábamos un nido que dejábamos sin renacuajos un tramo del arroyo que corría más abajo del pueblo.
            En nuestra pandilla venía Amador. Patoso, entrado en carnes, con gafas de culo vaso..., era el típico crío que se pasa el tiempo mirando cómo juegan los demás porque estos no ven la forma de integrarle. Cuántos ratos se pasaría llorando porque nadie le elegía en el fútbol ni en ningún otro juego que exigiera un mínimo de habilidad. Bastaba con que te tocara ir con él para que se te quitaran las ganas de jugar.
            No recuerdo por qué la liamos aquella tarde. Sería una de sus torpezas. Lo cierto fue que tuve una fuerte discusión con él y le dije que cuándo nos iba a dejar en paz de una maldita vez. Él se marchó cabizbajo, llorando, y los demás empezamos a reírnos, pensando que nos lo habíamos quitado de encima para siempre.
            Y así fue. Cuando más tarde llegamos al pueblo, su madre nos preguntó por él. Nosotros no sabíamos qué decirle. Pero ella no lo necesitaba, porque estaba al corriente de lo que pasaba con su hijo. Se emprendió la búsqueda de inmediato.
            Encontraron su cuerpo, ahogado, encajado entre dos piedras, en el fondo del río. Por lo visto había caído y las rocas le aprisionaron convirtiéndose un una trampa mortal.